La misteriosa hija autómata de Descartes

La misteriosa hija autómata de Descartes

El famoso pensador francés, autor de la conocida frase “pienso, luego existo”, guardó un asombroso secreto que sus biógrafos apenas mencionan. Ese secreto comenzó con una tragedia que cambió su vida para siempre: la muerte de Francine, a los 5 años.

27 Marzo 2014
“El corazón tiene razones que la razón ignora”, aseguraba el filósofo Blaise Pascal (1623-1662). Una frase simple que encierra múltiples lecturas. Aunque ninguna tan dramática y trágica como la que experimentó el pensador francés René Descartes (1596-1650). A tal punto, que la famosa consigna de Pascal parece estar dirigida a él. O, al menos, inspirada por él.

La historia es poco conocida y hasta fue ignorada por algunos biógrafos. Sin embargo, es tan cierta como el alba después de una noche oscura. Es que, al igual que la mayoría de los fundadores de la Modernidad, el nombre de Descartes (de cuyo nacimiento se cumplirán el lunes 418 años), evoca cosas muy distintas. Quienes frecuentan las matemáticas, lo asocian inmediatamente con los ejes cartesianos. En la historia de la medicina, es el padre de la “iatromecánica”, es decir, la fisiología mecanicista. En la física, su nombre se asocia con el principio de la inercia. Y, en la filosofía, es el padre del dualismo y del racionalismo. Sin embargo, para la gran mayoría, su nombre se asocia con la duda y con la famosa fórmula “pienso, luego existo”. Algunos lo han llamado “el filósofo enmascarado”, por la prudencia con que supo ocultar sus ideas más radicales en tiempos de aguda intolerancia.

El shock

Pero todo ser humano brillante tiene también su lado oscuro. Y, en el caso de Descartes, esa oscuridad sobrevino después de una terrible tragedia: la muerte de su única hija, producto de una fugaz relación con una criada. Se llamaba Francine y tenía 5 años. Esa pérdida sumió al pensador en una profunda y tenebrosa depresión.

Cuentan que cuando se enteró de que Francine había perecido por la escarlatina, Descartes se quedó mirando al vacío, como si hubiera sido alcanzado por un rayo invisible. No derramó ni una sola lágrima. Tampoco estalló en cólera como sí sucedió cuando murió su padre. Sólo se quedó absorto durante meses. Su dolor era tan grande, tan intenso y continuado, que Descartes, inesperadamente, decidió presentarle batalla a la muerte. ¿Cómo? Reconstruyendo a su hija muerta.

Poseído por una fuerza sobrenatural, el pensador comenzó a estudiar casi obsesivamente los secretos de la medicina. Fue, tal vez, el primer Frankestein de la historia. Su inabarcable biblioteca se convirtió de pronto en una morgue improvisada en la que depositaba cadáveres de animales -e incluso de humanos- para hacer sus estudios de anatomía. Sus amigos, alarmados, pensaban que Descartes había enloquecido. Pero él, sin hacer caso de ningún consejo, se encerraba durante días enteros para poder investigar sin ser molestado.

Empezó a perder peso y su cabellera -renegrida y brillante- se volvió opaca y agrisada. Casi marchita. “Cuanto se sabe en esa ciencia -la medicina- no es casi nada comparado con lo que queda por averiguar y podríamos liberarnos de una infinitud de enfermedades, tanto del cuerpo como del espíritu y hasta de la debilidad de la vejez”, sentenció en su famosa obra “Discurso del método”. Sus estudios lo llevaron a comparar el cuerpo humano con una máquina y, finalmente, concluyó que todos los fenómenos naturales podían ser explicados a través de la mecánica; incluso la vida misma.

La creación

Un buen día Descartes, decidió que ya había investigado lo suficiente y que era momento de pasar a la práctica. Estaba decidido a construir una autómata lo más parecido posible a su hija fallecida. Los autómatas (muñecos dotados de un sistema de relojería capaces de hacer tareas humanas más o menos complejas como escribir y dibujar) estaban de moda en el siglo XVI. Martin Scorsese los retrató de manera conmovedora en su maravillosa película “La invención de Hugo Cabret”, aunque Descates tenía otra concepción de ellos.

Francine (la autómata) vio la luz una lluviosa madrugada de marzo. Medía poco menos de un metro y tenía un rostro primoroso, asombrosamente parecido al de la verdadera Francine, realizado con una máscara de finísima porcelana holandesa y pintado con pigmentos naturales extraídos de plantas silvestres de los Alpes. Cuentan que Descartes contrató a un famoso artista holandés -cuyo nombre jamás trascendió- para que pinte el rostro de la autómata. Al final quedó tan parecida a la niña muerta, que Descartes inmediatamente la aceptó como su hija, y nunca más cuestionó su naturaleza mecánica.

A partir de entonces se unió a ella inseparablemente. Le hablaba, le comentaba sus proyectos, consultaba con ella algunos problemas de difícil resolución, e incluso le pedía consejos, que eran valorados de un modo obsesivo. Cuando desayunaba o cenaba, la sentaba a la mesa como un comensal más y hasta le cantaba canciones de cuna antes de ir a dormir.

El final

La llegada de la autómata pareció devolverle algo de paz al cansado filósofo francés, quien nuevamente comenzó a viajar y a asistir a fiestas. Sus amigos hablaban de su “asombrosa recuperación”, pero por supuesto, ninguno sospechaba del insólito secreto que resguardaba con celo. En parte porque Descartes se cuidaba mucho de que otras personas vieran a la autómata.

Con su vida social recuperada, llegaron las invitaciones para que el filósofo disertara en distintos países. Así, dos años después, fue invitado a Holanda para sumarse a la flamante Academia de Amsterdam. Incapaz de dejar sola a la nueva Francine, el famoso pensador decidió llevarla a Holanda. Y, para no levantar sospechas, guardó a la autómata en un cofre similar a un ataúd, pero de proporciones acordes a una niña de cinco años. Con esa misteriosa carga, se embarcó en el insigne navío holandés “De seven provincien” (Las siete provincias).

Cierta noche, mientras una inesperada tormenta azotaba el Mar del Norte, el capitán del barco, intrigado por el contenido del cofre, forzó la cerradura y levantó la tapa. Hay quienes dicen que el buen capitán perdió la razón al ver a una niña de rostro pálido, perfecto y ojos pétreos, levantándose de su ataúd y hablando en un perfecto francés.

Horrorizado y temiendo que esa aterradora niña fuese en realidad un agente del demonio, el capitán tomó a Francine de los hombros, la arrastró a cubierta y, sin dudar ni un segundo, la arrojó al mar enfurecido que se la tragó sin remedio. Luego, aún perturbado, mandó a llamar a Descartes, acaso para pedirle explicaciones por aquel asalto a la razón. El filósofo, hombre de humor volátil, sugirió que diesen un paseo por el barco, momento en el que aprovechó para arrojar al capitán por la borda, tal vez con la idea de que no hay peor crimen que el de despojar a un hombre de su fantasía. Una fantasía que fue capaz de ignorar la razón a cambio de un poco de eternidad.

El genio

“Discurso del método”, su obra más famosa

“Discurso del método”, cuyo título completo es “Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias” es la principal obra escrita por Descartes y una pieza fundamental de la filosofía occidental con implicaciones para el desarrollo de la filosofía y de la ciencia.

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