“De todas las locuras que hice por amor, la de ser cura fue la más linda”

“De todas las locuras que hice por amor, la de ser cura fue la más linda”

No fue una voz de ultratumba ni una luz cegadora que bajó del cielo. El “llamado” surgió en el interior de cada uno en forma silenciosa y a través de señales. En tiempos en los que se valora vivir el “aquí y el ahora”, ¿cómo es que nace esta vocación de ser cura? Dos seminaristas nos cuentan sus historias y sus desafíos. La preocupación por la merma de aspirantes.

NO DUDÓ. El “llamado” le llegó a los 47 años y Pío siguió su instinto. LA GACETA / FOTO DE JORGE OLMOS SGROSSO NO DUDÓ. El “llamado” le llegó a los 47 años y Pío siguió su instinto. LA GACETA / FOTO DE JORGE OLMOS SGROSSO
De repente se vio ahí, en medio de la calle, cargando una cruz que no era muy pesada en el sentido más literal. Pero sí que lo era. Temblaba. Estaba rodeado de un centenar de vecinos que caminaban detrás de él. Era un Viernes Santo y estaba fresco. Llevaba poca ropa. Cerraba los ojos y repasaba momentos de su vida. No se sentía digno de estar ahí. Justo él, que en los últimos años casi se había olvidado lo que era la religión. Ni siquiera sabía bien por qué había aceptado tremenda propuesta de ponerse en la piel de Jesús.

“Fue una señal”, evalúa, ahora, Pío Ramón Pérez, un hombre delgado, sencillo, de pelo canoso. Su presencia en el Seminario Mayor de la Arquidiócesis de Tucumán es, cuanto menos, llamativa. ¿A quién se le ocurriría transcurridas casi cinco décadas de su vida decir de un día para otro “quiero ser sacerdote”? Pío, que confiesa haber llevado una vida repleta de locuras, se ríe y dice: “a mí”. “Después de la locura del vía crucis algo pasó en mi interior. Decidí averiguarlo y era esto”, resume.

Tiene 51 años y está en cuarto año de su carrera sacerdotal. Ya sueña con la camisa y el cleriman (banda blanca en el cuello). Llegó hasta allí después de un largo proceso de pensamientos y evaluaciones. El “llamado” no fue una luz cegadora venida del cielo ni una voz grave y solemne que los despertó en la madrugada. “Hubo muchas señales”, resalta este hombre que nació en Córdoba y pasó su infancia en un pequeñísimo pueblo -hoy casi desaparecido- de Burruyacú, El Aserradero. Allí, donde creció junto a nueve hermanos en una familia muy católica, no había capilla. Cada tanto, un sacerdote iba al pueblo a darles misa. En esos años, a Pío le gustaba ser monaguillo. “Sentía gran admiración por el sacerdote y pensaba, a veces, en la posibilidad de ser religioso”, remarca.

Después vino la mudanza a la capital tucumana y la escuela secundaria en San Cayetano. Entonces, desapareció la idea de vincularse a la religión. “En esos años estaba más relacionado con el deporte. Jugaba al fútbol y soñaba con hacerlo en forma profesional. Por eso, cuando terminé la escuela me fui a Buenos Aires”, recuerda. En la cancha de Tucumán Central vestía el número 8, pero en la “Gran Ciudad” no tuvo suerte. Un amigo de la pensión en la que vivía lo animó para viajar a España. Y comenzó una gran odisea por el mundo que duró más de 15 años. “Fue una época en la que estuve muy alejado de la fe”, confiesa.

No tenía un lugar fijo. Deambulaba de ciudad en ciudad. Aprendió a hacer artesanías y a seguir sus impulsos. “No pensaba mucho. Era joven y pretendía comerme el mundo con las manos. Quería conocer Inglaterra y me iba. Después Italia, Grecia, Francia e Israel. Estando ahí, sentí una ganas locas de vivir en Oriente. Viajé por India, Nepal, Japón, Filipinas y Malasia. Viví varios años en Tailandia”, enumera.

- ¿Nunca se enamoró ni pensó en formar una familia?

- Sí estuve de novio y enamorado, pero la idea de familia no me desvelaba. Sí me preocupaba la búsqueda de algo que llenara vida. Yo quería hacer algo distinto. Había perdido la fe.

El regreso

Su corazón inquieto lo tuvo dando vueltas hasta el año 97. “Nunca había vuelto a ver a mi familia. Eso me pesaba. Llegué a Tucumán y al poco tiempo mi padre se enfermó de cáncer y luego falleció. Fue un momento muy fuerte en mi vida. Antes de irse, en el hospital él nos pidió a los hermanos que rezáramos un Padre Nuestro. Y se fue en paz. Sentí que eso era un mensaje salvador”, analiza.

Nunca más pudo volver a viajar. Empezó a enseñar inglés, y de eso vivía junto a su mamá Nélida, en una humilde casa de El Colmenar, ubicada justo al lado de una capilla. Los días pasaban sin sobresaltos. Hasta que llegó lo que Pío considera la “llamada de Dios”. “Una mañana estaba cortando el césped, se acercó un seminarista y me dijo: ‘Cristo me mandó a buscarte’. Lo miré sorprendido. Yo que en esa época usaba pelo largo y barba era ideal para el papel, así que acepté. Sentí algo muy fuerte desde el primer ensayo. Fue impactante cargar la cruz. Ahí empezó mi proceso, mi conexión con Cristo. Sentí la necesidad de acercarme a la parroquia. Pensé que Dios me estaba llamando para el sacerdocio. Al principio, dudé por todos esos años que lo desprecié. Pero tenía una sensación cada vez más fuerte. No lo puedo explicar; es algo muy misterioso”, evalúa.

Cuando termine de estudiar, sueña con trabajar en el campo. “¿Qué me gustaría hacer? Hay pocos sacerdotes y la gente los necesita mucho. Me gustaría llevar la palabra de Dios a esos lugares donde falta, donde no hay demasiadas esperanzas”, se entusiasma.

Se siente identificado con el papa Francisco. “Son momentos difíciles para la Iglesia, aunque la Iglesia siempre los tuvo. Es cierto lo que dice el Papa sobre la necesidad de salir de los templos y parroquias para ir al encuentro de los fieles”, remarca.

Si Dios quiere, como le gusta decir a Pérez, dentro de unos pocos años él será el padre Pío. Cumplirá el sueño de su madre, que a los 81 años ya había perdido la esperanza de tener un hijo sacerdote. Y confirmará su teoría más romántica: “de todas las locuras que hice por amor en mi vida, esta de ser cura es, sin dudas, la más linda”.

Comentarios