Las chicas y el bombón asesino

Las chicas y el bombón asesino

Las lentejuelas del slip de “Flavio” brillan con particular fuerza cuando sobre el escenario el muchacho menea pausadamente la pelvis siguiendo la cadencia de “Puedes dejarte el sombrero puesto” en la voz de Joe Cocker. Desde las mesas, la platea estrictamente femenina corea y aplaude, con grititos falsamente histéricos. Hay “chicas” de clase media de todas las edades, desde los 30 en adelante y hasta pasados los sesenta. Médicas, ingenieras, compañeras de oficina, abogadas y demás baten palmas y se alborotan cuando “Flavio”, con su cuerpo trabajado de gimnasio de barrio y su antifaz que le protege el rostro, se acerca a una de las asistentes y la invita a bailar, y hasta una osada se anima y le deposita un billete en la parte trasera del slip.

La popular estalla.” ¡Bombón asesino!”; “¡ricurita!”; “¡papito!”; y más grititos femeninos, y más aplausos, en esa noche de chicas solas, en la que los golden boys de cabotaje son la parodia “sachaerótica” con la que las chicas muestran que ellas también pueden.

Cuando Flavio se va del escenario y llega una pausa, cunden los daiquiris y el cotorreo alegre atraviesa el boliche. “Dale, contá la del negro de Saint Martin”, apura Patricia a su amiga Marita. Y Marita, con sus cincuenta largos, hurga en la memoria de su valija de viajes y rescata esa anécdota caribeña que, con los años, ya se ha convertido en leyenda. “Era en 1993, estábamos con una amiga en el Caribe, en la parte francesa de Saint Martin. Mi amiga dormía y yo me largo a una playa totalmente solitaria, escuchando Bob Marley en el “discman” Sony flamante que yo llevaba en una bandolera, y que hoy es arqueología. El mar transparente, los pececitos que parecían decirte “hola”, esa arena blanca de ensueño en la playa que era bordeada por chaparrales. Y un arco iris que se metía en el agua, y que completaba el sueño de la isla de la fantasía. De pronto, de entre las hojas del chaparral surge ¡un hombre desnudo, un negro rastafari, sólo cubierto con sus largas trenzas! Se larga a llover, y yo me recuerdo corriendo espantada sobre la arena pesada como si fuera en cámara lenta, mientras desde el “discman” Bob Marley me cantaba al oído “No woman don’t cry” (No llores mujer). Ilusa yo, por una fracción de segundo pensé que acababa de descubrir un lugar inexplorado de la isla. Llegué agitada a la entrada de la playa. Un hombre armaba un chiringuito de venta de jugos. Le conté el episodio, y el hombre, entre risas, me dijo: “estaba buscando clientas, es la playa de los golden boys de Saint Martin”.

Las chicas, que han oído la anécdota de Marita por milésima vez, comparten la aventura como aquellos adolescentes que recuerdan travesías de veranos en barcos hundidos y en faros abandonados, y surge, infaltable, la broma: “¡no me digás que no te fuiste con el rasta!”. Marita se ríe a carcajadas. Todas conocen la respuesta.

Es de madrugada, las “chicas” toman sus carteras y hacen tintinear las llaves del auto. Vuelven al hogar, donde, tal vez, las esperan el marido, la pareja, los hijos o, quizás, padres ancianos, que se han vuelto niños de cuidar; o un mensaje telefónico de los sobrinos/hijos para avisar que mañana vienen a almorzar; y a prepararse para el otro día; la oficina, el laboratorio, las clases, el despacho, el consultorio. Eso es el amor, saben. Lo demás, los golden boys de cabotaje, no son más que una parodia del Día de la Mujer.

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