El Estado tiene muchas ventanillas
Un error frecuente en los funcionarios es confundir programación de espectáculos con política cultural. Una sucesión de presentaciones artísticas que carezca de un eje conductor, una estrategia de fondo y una vinculación entre sí para atender a un objetivo final, es un simple maquillaje que no implicará un crecimiento social del público al cual se debería apuntar.

El entretenimiento no debe ser desdeñado, pero sólo tener llena una grilla de actividades no cumple con el desafío social (fundamentalmente a cargo del Estado en sus diferentes expresiones) de potenciar la capacidad de los ciudadanos como creadores de cultura. Esa obligación es menor en el caso de los promotores privados, pero no desaparece.

En el fondo, se habla del poder: mientras más democratizada y horizontalizada esté la producción de bienes culturales, más actores sociales tendremos en este ámbito, que estarán mejor organizados y más empoderados para protagonizar los cambios profundos que necesita la sociedad, en tanto colectivo. Si, en cambio, se opta por llenar de funciones (contratando frecuentemente a artistas nacionales de alto cachet), se profundizará con el diseño de un ideal de público pasivo, que va al lugar de la función, aplaude y se vuelve a su casa, sin un paso más allá en su inserción comunitaria.

O se tiende a lograr un compromiso de reforma social desde abajo, o se propicia mantener un statu quo con lo que se tiene ahora.

El problema central en el Estado es que se piensa en el evento puntual antes que en la globalidad del proceso cultural. De allí que el anuncio de una programación anual sea el eje de todo, y no el marco en el cual se ejecutará. Traer un artista para dar una función es no aprovecharlo. ¿Por qué no se pone, como obligación complementaria, que dé una clase de canto o de teatro? ¿Cómo reaccionaría un director invitado si, en vez de traer a sus asistentes, es rodeado de dos o tres colaboradores locales y aprenden a su lado?

Uno de los grandes problemas para definir una política es la gran cantidad de bocas de contratación artística o entrega de subsidios tiene el Estado. La creación del Ente Cultural de Tucumán fue anunciada como la centralización de esta actividad. Sin embargo, si bien es el área más importante y que más presupuesto maneja con este destino, no es la única.

De igual a igual, su mayor competencia es el Ente Tucumán Turismo, que acumula expedientes de artistas en sus despachos, mayormente vinculados con la música. Es la oficina más concurrida cuando fracasa la primera opción. Para mostrarse afuera, también aparece la Secretaría de Relaciones Internacionales.

Ante una respuesta negativa, los artistas cruzan la plaza Independencia y recurren a Caja Cultura, de la Caja Popular de Ahorros. Y si la actividad apunta a los barrios, siempre está a tiro el Ministerio de Desarrollo Social o la Secretaría General de la Gobernación, de la cual dependerá oblicuamente la administración del anfiteatro Mercedes Sosa (el ex cine Plaza).

El Ministerio del Interior se hizo fuerte en los recitales en los municipios, y cerca de los festivales hay un desfile incesante de folcloristas. Sus organizadores recurren también, obviamente, a las direcciones o secretarías de cultura de cada municipio (en la capital, disputan presencia barrio a barrio y plaza a plaza con la Provincia).

Queda aún la poderosa Secretaría de Extensión de la Universidad Nacional de Tucumán, billetera en poder de La Cámpora y desde donde se consolida su presencia. Todo sin contar con el Instituto Nacional del Teatro o el Consejo Federal de Inversiones, desde donde también nacen contrataciones.

En definitiva, muchas ventanillas para pedir y nula centralización en el diseño de una política cultural provincial, para la cual todos los responsables deberían aportar en conjunto y no profundizando las rivalidades. Quizás, todo sea parte del miedo de que su poder individual se diluya y pase a ser de muchos.

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