El tándem Borges-Bioy
Adolfo Bioy Casares sabía que la primera obligación de un escritor consiste en conmemorar a los seres humanos que influyen en su vida y sueños. Así lo dijo en “El héroe de las mujeres” (1978) y así lo hizo en los diarios que llevó durante 40 años de conversaciones con Jorge Luis Borges. Esa amistad documentada unilateralmente quedó atesorada en el magnífico “Borges” (2010), obra comentada e impresa en papel biblia, y con edición al cuidado de Daniel Martino.

Lo que en principio parece la exposición de una complicidad literaria y personal sin parangón en las letras castellanas luego resulta un testimonio prodigioso sobre los principios racionales y las pasiones que iluminaron la producción del tándem Borges-Bioy. Esa sociedad de pensadores se estrechó en la faz doméstica y se agrandó en la sobremesa.

De sus almuerzos salían tratados sobre la rima. Un título poco feliz los trasladaba a la dimensión espiritual de la metáfora. Del análisis de una nimiedad extraían máximas universales. Recitaban en la lengua original del poeta. Eran irónicos; se comportaban como aprendices encandilados por la cascada inagotable del pensamiento y a menudo se reían de sí mismos.

“Tal vez esto siga siendo el mismo error de tomar en serio a los escritores”, se quejaba Borges. “Lo que hacía gracia a nuestros padres hoy nos parece tedioso”, reflexionaba Bioy. “No hay cómo crear el carácter de un personaje sino por la manera en que se le hace hablar”, proponía Borges y renegaba de los autores que exageradamente daban de beber whisky a sus criaturas de ficción. “Un escritor no es nada si no es una conciencia”, postulaba Bioy. “Yo creo que el consejo que hay que dar a los jóvenes es, ante todo, evitar lo expresivo. Hay que escribir confiando en el idioma. A lo más, se puede insinuar. Si uno quiere ser expresivo, cae en frases como ‘Temperley, árboles, y quintas y trenes’, y tilinguerías por el estilo”, meditaba Borges. Y Bioy le seguía el juego: “es mejor escribir ‘tigre’ que decir ‘susto a rayas’”. Algunos años más tarde, Borges enunciaba que lo importante no es que el lector crea lo que lee sino que sienta que el autor cree lo que escribe.

Se admiraban recíprocamente. Clavaban el cuchillo afilado de la burla en las pequeñeces del prójimo. Discutían con estilo sobre el pasado y el futuro: la dialéctica del presente les interesaba menos. Al pasar convenían que un rasgo típicamente masculino es el de querer irse y uno femenino, el de querer retener. Se confesaban prejuicios. Compartían controversias y confidencias. El padre de “El Aleph” solía naufragar con las mujeres, pero Bioy, al enterarse de que su amigo había muerto en Ginebra el 14 de junio de 1986, acompañado por María Kodama, escribió que Borges volvió a los ochenta y tantos años con su amor a Suiza, el país de sus mejores recuerdos. La finitud de los hombres había roto el tándem para la vida cotidiana, pero una amistad de libro ingresaba en la eternidad.

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