El gran desastre de Vilcapugio

El gran desastre de Vilcapugio

Hacen dos siglos que el Ejército del Norte, al mando de Manuel Belgrano, fue batido por la fuerza realista de Joaquín de la Pezuela. Tras varias horas de lucha, la desolada pampa altoperuana se cubrió de cadáveres

JOAQUÍN DE LA PEZUELA. El jefe de los soldados del Rey dispuso un ataque que los patriotas no calculaban. LA GACETA / ARCHIVO JOAQUÍN DE LA PEZUELA. El jefe de los soldados del Rey dispuso un ataque que los patriotas no calculaban. LA GACETA / ARCHIVO
Esta segunda década del siglo XXI abunda en bicentenarios. Algunos son ciertamente gloriosos, como el 25 de Mayo, la Batalla de Tucumán, la Asamblea del XIII, la Batalla de Salta. Pero otros son tristes y sombríos. Como el que se cumplió el pasado martes: la derrota de Vilcapugio, ocurrida el 1 de octubre de 1813. Unida a otra, la de Ayohuma (14 de noviembre) hizo que terminara en desastre la segunda campaña de la fuerzas patriotas al Alto Perú.

Nadie podía pensar que así ocurriría, durante lo que iba corriendo de 1813. El Ejército del Norte había obtenido, en febrero, la formidable victoria de Salta. Acampado en esa ciudad, su jefe, el general Manuel Belgrano, estaba seguro de poder asestar un golpe final a los realistas, y tomar así el control total de la actual Bolivia, entonces llamada Alto Perú.

Tardanza en partir
Pero no se movió con rapidez. Estaba, dice Mitre, "demasiado ocupado en escribir correspondencias y proclamas". Desde Buenos Aires, el poder central lo instaba a comenzar la campaña. A lo que Belgrano invariablemente respondía que no podía hacerlo hasta que no equipara adecuadamente su fuerza con armamento, caballadas, vestuario y nuevos reclutas. Al fin, a regañadientes, en abril movió el ejército hasta Jujuy y desde allí envió su vanguardia a Potosí, al mando del coronel Cornelio Zelaya.

El general, con el grueso de las tropas, entró en la orgullosa ciudad altoperuana el 21 de junio, e instaló en ella su cuartel general.

Entre tanto, en las filas realistas se registraban novedades. La victoria patriota de Salta había atemorizado tanto al general en jefe, José Manuel de Goyeneche, que renunció indeclinablemente al mando, a fines de mayo. Dejó la comandancia a su segundo, el brigadier Juan Ramírez. Este alentaba el propósito de caer sobre los patriotas acampados en Potosí, pero la insurrección de Cochabamba lo disuadió y se replegó hasta Oruro.

Pérdida de tiempo
El 1 de julio llegó el nuevo comandante realista, nombrado en reemplazo de Goyeneche: el brigadier Joaquín de la Pezuela. Era, expresa Mitre, "un hábil oficial de artillería, que tenía una larga experiencia en la guerra". Se aplicó de inmediato a reorganizar y remontar el ejército del Rey. Pronto este llegó a contar con unos 4600 hombres de las tres armas, bien equipados salvo en las cabalgaduras.

Mientras tanto Belgrano, en Potosí, no empleaba adecuadamente su tiempo. Se ocupaba de colocar oficiales de su confianza al frente de las provincias del interior; reorganizaba la Casa de la Moneda; se congraciaba con el cacique Cumbay; recibía a las damas de la ciudad, quienes le obsequiaron una magnifica tarja de plata y oro, por ejemplo. Todo esto, si bien tenía su importancia, demoraba la operación contra los realistas, que era lo realmente imperioso en esos momentos. Además su fuerza empezó a verse seriamente afectada por las deserciones.

Cita en Vilcapugio
Gran parte de los indígenas altoperuanos apoyaba la revolución. El más fuerte de sus caudillos era Baltasar Cárdenas, a quien Belgrano había dado el grado de coronel. A mediados de septiembre, el jefe del Ejército del Norte, sabedor de que Pezuela estaba acampado en Condo Condo, ordenó por escrito a Cárdenas que se moviera sobre el flanco del enemigo, y le avisó que disponía lo mismo respecto del coronel Zelaya, con las fuerzas de Cochabamba. En cuanto a él, con el grueso del ejército, atacaría de frente. El punto de reunión de la fuerza patriota en conjunto sería la desolada pampa de Vilcapugio: una desacertada elección, porque el paraje estaba demasiado cerca -apenas a una jornada- del campamento realista.

El 5 de septiembre, Belgrano se movió rumbo a la cita. Su ejército sumaba en total unos 3.500 hombres, de los cuales un millar eran reclutas, incorporados para cubrir los claros de las deserciones. La artillería era débil, y escasas y malas las monturas. Como estaba previsto, acampó en Vilcapugio, para esperar a Zelaya y a Cárdenas.

Pezuela al ataque
Ignoraba que el comandante Saturnino Castro -salteño pasado a los realistas- había caído sorpresivamente sobre Cárdenas y sus indios en Anacato, destrozándolos completamente. Lo más grave fue que, entre los papeles del derrotado, el jefe realista encontró la correspondencia de Belgrano. Al leerla, pudo enterarse de que el Ejército del Norte aguardaba, en Vilcapugio, la incorporación de Cárdenas y de Zelaya como paso previo a lanzar su ofensiva.

Pezuela, entonces, resolvió que antes de que llegara Zelaya atacaría a Belgrano. Era algo que el confiado jefe patriota jamás había calculado. Al mediodía del 30 de septiembre la tropa realista empezó a trepar laboriosamente la cuesta, rumbo a las alturas que rodean la pampa de Vilcapugio. Llegaron a la medianoche, y de inmediato ejecutaron el no menos trabajoso descenso hasta el llano. Al llegar, tuvieron a la vista el Ejército del Norte.

Al amanecer del 1 de octubre de 1813, las avanzadas enteraron al atónito Belgrano de que los realistas estaban a media legua de distancia, ya formados para atacar.

Feliz comienzo
Avanzaban "a banderas desplegadas, al son de la marcha granadera que batían pausadamente los tambores", dice Mitre. Era un espectáculo imponente. Recuerda José María Paz que "el sol hería de frente la línea enemiga y sus armas brillaban con profusión".

Belgrano formó rápidamente su línea: a la derecha la caballería, mandada por los comandantes José Bernaldes Polledo y Domingo Arévalo; al centro, la infantería, con los Cazadores del mayor Ramón Echavarría; dos batallones del Regimiento 6, con los coroneles Miguel Aráoz y Carlos Forest; el Batallón de Castas, del coronel José Superí.

En el ala izquierda, estaban los Dragones de caballería, que conducía el coronel Diego Balcarce. La reserva formaba con un batallón del Regimiento 1, mandado por el coronel Gregorio Perdriel.

La acción no empezó con las habituales guerrillas. La iniciaron los cañonazos de los patriotas y, cuando el enemigo estuvo cerca, Belgrano encargó cargarlo a la bayoneta. El primer tramo de la lucha fue venturoso para el Ejército del Norte. Desde la derecha, sus Cazadores aplastaron a la izquierda realista, matando al coronel Felipe La Hera. También fue afortunado el duro ataque al centro, cuyos soldados terminaron dispersos y en fuga, perseguidos por la caballería de Belgrano. Allí perdió la vida el coronel Bernaldes Polledo y cayeron heridos el coronel patriota Forest y el coronel realista Lombera.

Un toque fatal
Pero en la derecha realista estaban las mejores tropas del enemigo. Mandadas por los coroneles Picoaga y Pedro Olañeta, resistían con denuedo el furioso embate de la izquierda patriota. De pronto, ocurrió algo insólito: los tambores del Ejército del Norte tocaron la señal de retirada. Al parecer, la habría ordenado el mayor Echavarría, no se sabe por qué.

Al oír ese toque, que sonaba a sus espaldas, la fuerza patriota se dio vuelta y divisó mucha gente apiñada en los morros. Se trataba de indígenas meramente espectadores del encuentro, pero los soldados pensaron que eran refuerzos que llegaban para sumarse a los realistas. Alguno empezó a gritar "¡al cerro, al cerro!", y todos corrieron velozmente a refugiarse en esas alturas.

Minutos antes, la derecha realista había puesto en gran apuro a la izquierda patriota. Su coronel, Benito Álvarez, cayó muerto de un balazo. Corrió a remplazarlo el mayor Beldón, quien también resultó muerto, y ocurrió lo mismo con su segundo, el capitán José Laureano Villegas. Lo reemplazó el bravo capitán salteño Apolinario Saravia, quien también resultó gravemente herido en el pecho.

Así estaban las cosas cuando se oyó el tambor de retirada. Esa señal disolvió sin remedio la izquierda patriota. De nada sirvió que Díaz Vélez tratara de intervenir en diagonal con la reserva. Todo terminó en un tremendo desbande, mientras Pezuela lograba reorganizar los dispersos de su izquierda y de su centro, y recibía el inesperado refuerzo del escuadrón de Castro, que llegó al galope.

El desastre
Belgrano se apeó del caballo, tomó en sus manos la bandera, hizo sonar los tambores y con "una cuarta parte de la rota reserva, más un cañón que hizo arrastrar, subió a uno de los morros". Logró reunir unos 200 hombres, cuyo fuego de fusilería prolongó, por algún tiempo más, una acción que ya estaba definida. Nada podía hacer ese puñado de tiradores frente al incesante cañoneo de los realistas, absolutamente dueños del campo.

Belgrano estaba triste y silencioso, aferrando el asta de la enseña azul y blanca. El enemigo no quiso atacar su posición en el morro, si bien mantuvo un intermitente fuego de cañones.

"Eran ya las tres de la tarde, y las miserables reliquias del ejército argentino reunidas en el morro no alcanzaban a los 400 hombres, incluidos los heridos, que fueron cuidadosamente atendidos por orden del general. Todo lo demás se había disipado como el humo del combate", narra Mitre.

La retirada
En el campo yacían 300 muertos del Ejército del Norte. Muchos de sus hombres habían caído prisioneros, y estaban en manos de Pezuela toda la artillería y el parque de los patriotas. Los victoriosos realistas habían perdido unos 600 soldados.

Belgrano miró con tristeza la pampa de Vilcapugio y arengó de viva voz al puñado de hombres que le quedaban. "Soldados, hemos perdido la batalla después de tanto pelear: la victoria nos ha traicionado pasándose a las filas enemigas en medio de nuestro triunfo. ¡No importa! Aun flamea en nuestras manos la bandera de la Patria".

Así terminó la sangrienta batalla de Vilcapugio. El jefe del Ejército del Norte ordenó la retirada por una escarpada cordillera al este de su posición. Habría afirmado después que, si hubiera tenido a Manuel Dorrego entre sus oficiales, el resultado hubiera sido otro: se arrepentía de haberlo separado de la fuerza meses atrás.

En el parte del combate, el vencedor Pezuela no pudo menos que elogiar a los soldados que derrotó. Había podido comprobar, expresó, "que no eran unos reclutas la mayor parte de ellos, como suponía, sino unos hombres instruidos, disciplinados y valientes".

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