El crepúsculo de las palabras
Dicen que no existe mejor reflejo del hombre que sus palabras. Por eso, cada vez que hablamos exponemos parte de nuestro ser, mostramos un poco lo que somos: aquello que tenemos adentro y que no pueden ver los ojos ajenos. Martin Heidegger decía, incluso, que el hombre mismo habita en las palabras. De manera que el uso de ellas exige responsabilidad. A través de las palabras nombramos la realidad que nos rodea y, al nombrarla, las cosas existen, como pasa en el primer verso de las Sagradas Escrituras: Dios crea a través de la palabra. De allí la importancia de hacer un esfuerzo para lograr que lo que salga de nuestros labios sea en realidad la iridiscencia de nuestra alma y no una cloaca oscura. No se trata claro está de usar sólo las palabras bonitas o cultas y descartar para siempre las expresiones vulgares. ¿A quien no se le escapa de vez en cuando un insulto cuando se quema un dedo con un fósforo o tropieza dolorosamente con una baldosa floja? No. Se trata más bien de asumir que existen muchas palabras bellas que vale la pena pronunciar de vez en cuando. No sólo por lo que significan, sino también por su sonido y su poesía. En este sentido, el idioma español es muy rico. En internet, por ejemplo, se pueden encontrar múltiples listas de términos prodigiosos seleccionados por escritores y artistas. En esos ranking figuran desde paz y humildad, hasta amor, madre y caridad. Todos ellos representan valores incuestionables. Pero también existen palabras que son hermosas por su simple pronunciación; términos que embellecen cualquier conversación y que al usarlas generan un mundo de sensaciones.

Una de ellas es la palabra crepúsculo. Proviene del latín crepusculum y designa el preciso instante en el que comienzan el atardecer y el amanecer. Hoy es usada también para designar algo que se acaba, como el ocaso (otra palabra que vale la pena pronunciar más seguido). Aún así, el crepúsculo sigue teniendo una magia absolutamente especial: es en ese momento del día que los sentidos se agudizan y nuestros sentimientos se vuelven una especie de fosforescencia que busca brillar en medio de la penumbra que se avecina.

Otra palabra hermosa por naturaleza es estío. Viene del latín aesti-vum y es usada como sinónimo de verano. Casi nadie la usa porque forma parte del habla culta o poética, pero... ¿que bueno sería incorporarla de vez en cuando en nuestras conversaciones, no? Decir, por ejemplo: "estas son mis fotos del estío" o "recuerdo aquel estío inolvidable". El mismo albur corre la palabra tempestad (del latín tempestas), usada para referirse a una tormenta grande, con vientos de extraordinaria fuerza. A veces, ese mismo término es utilizado como ejemplo de ánimos agitados. Sin embargo resulta absolutamente poético y original hablar de "la tempestad del martes". Igualmente hermoso es el término melancolía, usado antiguamente para referirse a una tristeza profunda, hoy casi en desuso.

Hay por supuesto muchas palabras más. Resulta interesante hacer el ejercicio de armar nuestra propia lista: ágora, pléyade, aurora, borrascoso, desaforado y evanescente son sólo algunas. Lo bueno es saber que el español es una suerte de bosque encantado con cientos de palabras como árboles que están ahí para que aprovechemos su sombra y su verdor. Se calcula que de los 283.000 términos que oficialmente disponemos, usamos un promedio de 300. Pedro Barcia, presidente de la Academia Argentina de la Lengua, es más pesimista y dice que los jóvenes apenas usan 200. "Vamos hacia un cautiverio de la libertad de expresión -dice-. Si seguimos así nos espera un empobrecimiento gradual del intelecto; porque la persona piensa con palabras y distingue la realidad gracias a ellas". ¿No será por eso que hoy sólo escuchamos términos vulgares?

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