Cuando el exilio también eran cartas separadas por un océano de dolor

Cuando el exilio también eran cartas separadas por un océano de dolor

29 Abril 2012

NOVELA

LA INGRATITUD

MATILDE SÁNCHEZ (Mar Dulce - Buenos Aires)


El tiempo deja nuestras huellas en palabras que aluden a formas de pensar, de vestir, de amar, que jamás se repetirán. Esa sombreada melancolía tiende su manto en la novela La ingratitud, de Matilde Sánchez, escrita en 1986 y reeditada en el 2011 por la editorial Mardulce.

Los recuerdos del exilio, de las dos Alemanias separadas por cinco minutos de tren, con guardias que infundían terror con perros y gritos y con calles cortadas por un muro, la nieve sucia convertida en barro molesto, inseguro en las pisadas. La memoria se desvanece y en el olvido permanecen imágenes y sensaciones. Todo está inmerso en esta novela experimental influida por la novelística francesa del nouveau roman.

El drama de una mujer argentina que vive en Berlín y escribe cartas a su padre en Buenos Aires. El padre de la protagonista vivió allí después de la guerra, y está presente en sus amigos europeos, son ellos quienes le suministran a la protagonista pequeñas sumas de dinero necesarias para subsistir. Cuando el padre muere deja un testamento que incluye ciertas condiciones, entre ellas el regreso de su hija a Buenos Aires.

Búsqueda
Matilde Sánchez usa la primera persona para contarnos una historia íntima, pero que es relatada con los ojos de una extranjera que observa un universo distante. Esa primera persona, impasible, cuenta lo que sucede en el exterior. Nos revela, por momentos, de una manera ambigua y poco afirmativa, la búsqueda del padre. La linealidad trastornada de los acontecimientos. Esa indeterminación de sentido no empaña su pertinencia ni disminuye su eficacia. En ese viaje interior a través de la conciencia pintada bajo la sutileza del amor a un padre, se suscitan otros desplazamientos: visita la tumba de Nietzsche; ella conoce a un turco y lo lleva a su departamento.

No necesita explicar nada: el idioma, la cultura, la soledad y la ausencia de deseos por comunicarse los implica a ambos. Ese desinterés por todo es de alguna manera una forma de constatar lo irremediable del tiempo y de la muerte. Esa muerte circula en la apatía.

Nada resulta conmovedor o emotivo, ni las cosas que dejaron los antiguos moradores en el departamento que la narradora alquila, ni la relación de vecindad con la pareja mexicana, ni su imposibilidad de hablar del padre con otros, algo que hace más intensa su voz interior en la escritura.

El símbolo
La ciudad es vivida como un museo partido en dos mitades. En esa partición descansa el símbolo, palabra que, en la antigüedad griega, aludía a una tablilla que el anfitrión rompía en dos para entregar una mitad al huésped: si alguna vez un descendiente, después de 30 o 50 años regresaba, con solo mostrar la mitad de la tablilla acreditaba el pasaporte a la hospitalidad.

Esa otra tablilla volverá a sellarse en el momento en que caiga el muro, pero la tablilla individual quedará a la espera hasta que la narradora encuentre la paz con su padre.

© LA GACETA

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Marcos Rosenzvaig

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