Depilaciones e incrustaciones en el fin del mundo

Depilaciones e incrustaciones en el fin del mundo

LO QUE QUEDA DE LO PEOR. Monte Longdon fue escenario de la más atroz batalla de Malvinas. Hoy es sólo cruces, rocas y restos del terror. LA GACETA / FOTOS DE ALVARO AURANE LO QUE QUEDA DE LO PEOR. Monte Longdon fue escenario de la más atroz batalla de Malvinas. Hoy es sólo cruces, rocas y restos del terror. LA GACETA / FOTOS DE ALVARO AURANE
No hay manto de neblina. Ni clama el viento. Ni ruge el mar. Tampoco hay islas, si lo que se va a buscar es algo más que definiciones geográficas. Andar las Malvinas es recorrer una novela negra de no ficción. Si no hay tal género, el archipiélago lo inaugura.

Como en El Túnel, de Ernesto Sabato, el final está contado desde la primera línea. Aún así, no pueden dejar de leerse las calles de este pedazo de argentina al que sus ocupantes llaman Falklands. Puro pavimento y limpieza. Y autos con volante a la derecha, que transitan en sentido contrario al continente próximo del que son parte físicamente. Y casas pintadas de espuma. Y un templo con un arco hecho de huesos de ballena.

Es abril de 2008 y al himno de estas australidades no lo escribe Carlos Obligado, sino que lo canta Mercedes Sosa. Malvinas es agua, playa, cielo, casas blancas. Es mar atlántico, viento y América.

Es un montón de cosas santas, mezcladas con cosas humanas: cosas mundanas.

Puerto Argentino no tiene de argentino ni el nombre. Quienes viven allí lo llaman Stanley. Por eso, entre otros elementos, se asemeja a la escena de un crimen cuyas pruebas han sido depiladas. Sólo hay urbanas referencias al conflicto. Como el 1982 Liberation Memorial, construido (según información oficial isleña) como "un tributo a las fuerzas británicas y a los civiles que perdieron sus vidas" durante el enfrentamiento armado. Una enorme placa dice, en inglés, "en memoria de aquellos que nos liberaron - 14 de junio de 1982". Alrededor del monumento están escritos los nombres de los 255 militares y los tres civiles que perecieron entonces. A ellos, además, está dedicado el bucólico Memorial Wood 1982, un bosque en el que se plantaron 258 árboles, por obvias razones.

Es en las orillas del poblado donde empiezan a aparecer los indicios. Como el tanque argentino, desnudo de orugas, estacionado frente a un garaje, esperando a ser restaurado para ir al museo del lugar. Y la playa de Yorke Bay, cuyas arenas se extienden en un sector tan ancho como desierto. Ni los pingüinos transitan por ahí: está minada. Gipsy Cove ("Ensenada gitana"), sí es concurrida por bañistas, surfistas y aves marinas. Y tiene letreros rojos con una advertencia: la zona está libre de minas antipersonales, pero si ve un objeto sospechoso no lo toque.

Finalmente, la primera cicatriz. A metros de la caminería que lleva hasta el mar, tras un alambrado, aparece un cráter inocultable, producido por la detonación de un aparato explosivo.

No hay caso: hay que alejarse de la ciudad para encontrar la historia en estas islas de la memoria enterrada. Hay que irse lejos del puerto, donde se prolongan la mayoría de los 117 campos minados, que son parte del 30% de la artillería empleada durante el conflicto, que aún permanece en el lugar.

Lo insinuado
Que el jinete de la guerra cabalgó en Pradera del Ganso es evidente, pero no palpable. Sus huellas aparecen por lo que desapareció. Falta la escuela de Goose Green. Se desintegró durante la primera batalla de Malvinas. La más larga. Que empezó a las 2 de la madrugada del 28 de mayo y terminó a las 11 del mediodía del 29. Fueron 33 horas de plomo, con 17 bajas británicas y 37 argentinos caídos. Porque los enfrentamientos (ese y los otros), siempre arrojaron diferencias estrechas. Esa guarnición se rindió porque se quedó sin armas. Con muchas otras pasaría lo mismo. "Para nosotros, la mala logística de los argentinos fue determinante para que perdieran la guerra", dice el guía isleño Anthony Smith. Hoy, Juan Bautista Yofre lo confirma: los británicos llegaron con el doble de toneladas de alimentos y de armas que los argentinos.

Pradera del Ganso es vecina a la bahía de San Carlos, en la costa oeste de la isla Soledad (East Island, para los falklanders). En sus proximidades desembarcaron los ingleses el 21 de mayo, lejos de Puerto Argentino, para contar con el beneficio de la sorpresa. A cambio, arriesgaron mucho: San Carlos es también un estrecho. Buena parte de su flota quedó atrapada y la aviación argentina averió y hundió muchos de sus buques, a la vez que confirmó que muchas de las bombas lanzadas desde los aviones no estallaban: atravesaban las Naves de Su Majestad (Her Majestic Ship, o HMS por la sigla que antecede el nombre de que cada barco), como si los estuvieran apedreando. Una semana les llevó a los ingleses consolidar la cabeza de playa. Después empezaría el avance, que jamás conoció retroceso. "Estamos ganando" jamás existió. La Guerra terminó 15 días después de Goose Green.

Lo explícito
Wireless Ridge ("Cresta del Telégrafo") es un museo a cielo abierto. Este escenario de la última de las "Batallas en Puerto Argentino" es mucho más que rocas estalladas por el plomo que le vomitaron durante los últimos minutos del 13 de junio y las primeras luces del día siguiente. Ahí, en la superficie, se asolean piezas de artillería psicóticas. El trípode que sostiene la nada. Los restos de antiaérea que apuntan al piso. El cañón de 105 mm, de pie, que espera por nadie.

Y debajo, en las cuevas donde vivieron durante semanas soldados argentinos, aparece una lata de Mirinda que va perdiendo la guerra contra el óxido, restos de un envase de mermelada Fanacoa desprovisto de dulzura, una pala esquizofrénica sobre un risco de piedras, una Everready con un gato negro ya sin 9 vidas. "Una pila de vida", decía el jingle. Memoria perversa...

Entre el primero y el último escenario, el infierno en la tierra. O como le dicen allá: Monte Longdon.

Lo horrendo
No está hecho de fuego, como el de los católicos. Ni de hielo, como el de algunas religiones orientales. Este inframundo es de piedra. Un espolón de rocas resbalosas, ahora sembrada de cruces y rosarios y estampitas y fotos y Budas. Y whisky, que muchos ex combatientes prueban para calentar el cuerpo. Y restos de indumentaria de los muertos, como la plantilla marca Flecha, que hielan la sangre.

En las primeras horas del 12 de junio, Monte Longdon quedó en manos enemigas, tras la más sangrienta batalla de la guerra de 74 días. Hasta luchas cuerpo hubo en esas 12 horas. Murieron 23 ingleses. Y 29 de los argentinos que pasaron el día anterior viendo peregrinar helicópteros británicos fuera del alcance de la artillería argentina, que desembarcaban tropa y armamento. Por ejemplo, los misiles antitanque con que les dispararon a sus posiciones de batalla hechas de piedra. Y eso no fue lo peor.

Los ex oficiales británicos Adrian Weale y Christian Jennings, en su libro Green Eyed Boys, revelaron que en Longdon hubo crímenes de guerra. Como el caso Gary Sturge, acusado de fusilar a sangre fría a un conscripto argentino desarmado. Y el de Stewart McLaughlin, muerto en acción pero sin condecoración post mortem: tenía una colección de orejas de soldados argentinos, algunas amputadas de víctimas vivas. "El infierno -dice Oliver Stone, por boca de uno de los personajes de la película Pelotón- es la imposibilidad de razonar".

El final de la novela negra de no ficción está en Darwin. En su cementerio. En las 230 cruces clavadas en tierra yerma. En los 239 cuerpos enterrados debajo de ellas. En las 122 tumbas cuyos mármoles dicen Soldado argentino sólo conocido por Dios. En sus 24 mármoles negros de fondo, a los lados de la Cruz Mayor, con los nombres de 649 soldados que dejaron la vida en las islas. No importa cómo le llamen los kelpers a esta tierra: definitivamente, aquí es Soledad.

Fui niño, cuna teta, techo, manta / Más miedo, cuco, grito, llanto, raza / Después mezclaron las palabras / O se escapaban las miradas / Algo pasó, no entendí nada.

María Abriani invita mate en su casa de Puerto Argentino, mientras relata que las autoridades de Stanley no le permitieron tener a sus hijos (son también los del isleño James Peck) en el archipiélago. Llegaron a advertirle que, si insistía en darlos a luz allí, anotarían a los niños como "NN". "Durante la Guerra, James les compraba dulces a los soldados argentinos", se acuerda ella. "Parece irreal, ¿no? Sí. Parece imposible. Yo les regalaba golosinas a los conscriptos argentinos. A algunos puede parecerle increíble, ¿pero cómo no iba a hacerlo? Ellos pasaban hambre y mucho frío. Y eran solamente unos chicos. ¿Qué edad tenían? ¿18, 19 años? Y se alegraban cuando les regalaba los dulces", rememora. Cuando mira hacia adentro, James Peck es un niño que les compra caramelos a otros niños, vestidos de soldados.

Walter Acevedo y Alejandro Rey son dos soldados vestidos de civiles que convidan heridas abiertas en la casa de huéspedes donde se alojan por una semana en las Malvinas. "Corríamos. Vengala de ellos. Cuerpo a tierra. Corríamos. Trazante luminosa. Cuerpo a tierra. El cielo iluminado por el fuego inglés". Así describe Acevedo el repliegue desde Cresta del Telégrafo. Respira hondo con los ojos húmedos. Y lo dice de una vez. "Muchos podrán no estar de acuerdo, pero con algunos compañeros siempre decimos que estamos vivos porque esa noche los ingleses no nos quisieron matar". Rey lo mira fijo. "No sé si es tan así, Walter", le reprocha. "Cómo no va a ser así -reniega con la nariz roja-. Si ellos parecía que estaban cazando perdices".

Todavía canta la Mecha. Dice que hay que hablar mirándose a los ojos para sacar lo que se pueda afuera. Que así nacen cosas nuevas. Que nadie quiere que adentro algo se muera. Porque si no, cuando está sola, el alma llora. Que lo que hoy se da, hoy se quita. Igual la vida. Igual el mar.

Pero el problema no es el océano, sino estas playas. Porque toda costa es en sí misma el límite de la tierra. Y por lo tanto, el inicio del cielo. Menos en estas islas, donde ningún paraíso comienza. Los bordes son un verdadero finis terrae. Aquí todavía queda el fin del mundo. Con suerte...

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