Malvinas: la otra historia

Malvinas: la otra historia

En 1966, un avión de línea argentino, secuestrado por un grupo nacionalista, aterrizó en las Islas. Los pasajeros fueron alojados por malvinenses y de esa convivencia nacieron amistades. A raíz de las noticias sobre ese hecho, el autor de esta nota trabó una estrecha relación con habitantes de Malvinas. En esa época se esbozó un acuerdo por la soberanía y nació un proceso de intercambios forjadores de una esperanza que sería destruida en 1982.

CRESTA DEL TELÉGRAFO. El trípode de una antiaérea argentina sostiene ahora todo el peso de la nada. CRESTA DEL TELÉGRAFO. El trípode de una antiaérea argentina sostiene ahora todo el peso de la nada.
01 Abril 2012
Amanece el 28 de Septiembre de 1966, sobre un disputado territorio del Atlántico sud. El frío azota la tierra, pero no mucho más que en la vecina Patagonia. En los campos de ambos lados las ovejas pastan parsimoniosamente, y de cuando en cuando son minuciosamente esquiladas. Claro está que en este caso los esquiladores hablan castellano; y en el otro, inglés.

Esa mañana, José Booth, chileno de nacimiento pero ciudadano británico por ser hijo de inglés, advierte que un avión de línea, un cuatrimotor DC 4 está sobrevolando Puerto Stanley. Vestido con su overall blanco de Jefe electricista de la "Compañía", supone que la nave está en emergencia. Deduce que se está dirigiendo hacia la pista de carreras de caballos, y subiendo a un Land Rover se dirige hacia allí.

Cuando llega encuentra la nave empantanada en el blanco suelo malvinense. Ve abrirse una de las compuertas. En menos de un minuto es introducido en ella, donde un par de docenas de jóvenes armados lo toman prisionero. Encabezaba el grupo Dardo Cabo, militante nacionalista, hijo del dirigente gremial de igual nombre. Parece que alguien del grupo quiso ejercer violencia sobre él, pero Cabo impuso orden. Le debo la vida, me dijo muchos años más tarde José, sin darme mayores explicaciones. Era el llamado Operativo Cóndor. La aventura terminó y un barco de la Armada Argentina, el Bahía Buen Suceso, el primero desde 1833, entró en Puerto Stanley y trajo al grupo de vuelta al continente.

Los pasajeros del avión ajenos al hecho fueron, por algunos días, alojados en casa de familias malvinenses. Fue el primer contacto real entre la Argentina continental y la insular desde el arrebato de las islas por Gran Bretaña. Y, por supuesto, ambos grupos pudieron verificar que la convivencia era algo posible, más allá de la disputa. Así nacieron algunas amistades que perduraron epistolarmente.

II

En 1966 la República Argentina y Gran Bretaña estaban tratando la solución del conflicto, tal como ordenaba la Resolución 2.065 de las Naciones Unidas. El plazo de la entrega era el escollo principal. 99 años pedían los ingleses, y nuestros representantes no más de tres o cuatro. El resto estaba claro.

El trato era de gobierno a gobierno. Los isleños no formaban parte del asunto, pero sus intereses, no su voluntad, estaban contemplados en el convenio que se trataba de elaborar. La palabra autodeterminación no figuraba en el texto.

III

Es necesario decir que en 1966 las Islas Malvinas eran uno de los más olvidados rincones del Imperio Británico, con un atraso real respecto a la vecina Patagonia difícil de creer. Tenían un solo medio de comunicación con el mundo, el Darwin, pequeño barco mixto de carga y pasajeros, que una vez al mes iba a Montevideo con lana, y volvía con todo lo que se necesitaba en las Islas. Desde la correspondencia hasta un par de zapatos. Y algunos escasos pasajeros. Tenía unos estrechos camarotes y muy pocas comodidades.

Había solamente un pequeño hospital, con un médico, un odontólogo y algunas enfermeras. Una escuela primaria. No tenía aeropuerto y solamente había un pequeño hidroavión que recorría las estancias. Carecían de alimentos frescos, leche y carne, salvo la de los corderos. Pese a ser una isla, el pescado no era un alimento común. Cocinaban en antiguas cocinas del siglo anterior, y quemaban turba, un maloliente semifósil que abunda en ellas. No había radio, salvo un sistema de propalación por cable. De televisión ni hablar. Contaban con teléfono y correo.

Las diversiones eran escasas. Había dos bares y el alcohol se consumía en mayor medida que la aconsejable. Era todo un problema. También un pequeño cine parroquial operado precisamente por José Booth, nuestro personaje tomado como rehén.

Más de medio centenar de isleños eran radioaficionados, y uno de ellos, Tony Hardy, fue el que difundió al mundo lo del avión de Aerolíneas aterrizado por la fuerza. José Booth también era radioaficionado y varios miembros de su familia también lo eran. La más activa era su esposa Mary.

IV

Debo manifestar que soy radioaficionado desde 1959. Los días posteriores al Operativo Cóndor, escuché a dos mujeres radioaficionadas que conversaban animadamente Cada estación de radioaficionado tienen su prefijo, por ejemplo el mío es LU2KU. Las dos primeras letras LU significan Argentina. Y la letra K significa Tucumán. Las dos mujeres hablaban castellano y por prefijo supe que una de ellas era uruguaya. La otra era VP8DR, y no me sonaba para nada el indicativo. Resultó ser el de Malvinas. Cuando terminaron de conversar, llamé a VP8DR y entramos en conversación. Era la primera vez que lo hacía con las islas. Cuando me dijo su nombre, Mary Booth, le pregunté si tenía alguna relación con José Booth, cuyas fotos habían aparecido en Panorama y otras revistas. Es mi marido, me dijo sencillamente, y me pidió si podía enviarle algunos ejemplares de publicaciones sobre el tema. Le dije que por supuesto que sí. Hasta algunas páginas de LA GACETA llegaron a Las Malvinas en ese entonces. Nació así una amistad de casi treinta años, que se interrumpió con su muerte. Hablábamos casi todos los días luego del almuerzo. Y formábamos parte de un grupo de una docena de aficionados argentinos, uruguayos, malvinenses y chilenos. Una especie de barra de amigos, reunidos por el éter.

Cuando se casó una de las hijas, Nancy, me invitaron al casamiento. Todavía era muy difícil viajar a las islas. Cuando yo me casé, hice otro tanto, y en ese día recibí de ellos un telegrama que aún guardo. Emitido en las primeras horas de la mañana, lo recibí en Villa Quinteros al mediodía.

V

A Maruja, así la llamábamos, la conocí personalmente en Montevideo en 1967. Había ido en procura de salud al Hospital Británico de aquella ciudad, después de navegar cuatro días en el Darwin, nave que me hizo conocer en esa oportunidad. Y a través de nuestras conversaciones y cartas, supe cómo estaban cambiando las Islas, y en especial las relaciones entre ambos países. Primero llegó el avión. La Armada Argentina inauguró un servicio de hidroaviones con Comodoro Rivadavia. Luego la Fuerza Aérea hizo una pista de aterrizaje y LADE puso en funcionamiento un servicio regular. Luego YPF instaló una planta de almacenaje llamada Antares. El kerosén sustituyó la turba y cocinas y estufas fabricadas en Rosario o en Córdoba se vendieron en las islas. Los isleños, me decía Maruja, estaban asombrados por su calidad. Los vehículos andaban ahora con nafta y lubricantes fabricados en el continente. Después llegó el gas y distintas mercaderías argentinas.

Los isleños comenzaron tímidamente a visitar Comodoro Rivadavia primero, y luego Bahía Blanca. Alguno más audaz conoció Buenos Aires. José operaba ahora un cine profesional. Argentinos continentales visitaban a las Islas, entre ellos un grupo de la UNT, que filmó un documental en blanco y negro.

Niños de las Islas cursaban estudios secundarios en colegios ingleses en Buenos Aires, entre ellos Sandrita Booth, la hija menor de José y Mary. Eran becarios de la Cancillería Argentina. Un Coronel González Balcarce era el tutor de todos ellos. Maruja misma, que antes iba en el Darwin a Montevideo, para chequear su salud en el Hospital Británico uruguayo, ahora iba al Británico pero de Buenos Aires. Tomaba el avión de LADE hasta Comodoro Rivadavia, y de allí seguía hasta Buenos Aires. Lo que antes significaba ocho días de navegación, ahora lo hacía en minutos. Podía ir un día y volver al siguiente. Cuando había alguna urgencia médica, aviones de la Armada hacían vuelos sanitarios especiales.

Flameaba una bandera argentina en Stanley; estaba en la oficina de LADE. Dos maestras argentinas fueron enviadas por nuestro gobierno. Al poco tiempo, una se había casado con un isleño. Y un operario de YPF lo hizo con una malvinense.

Durante los 99 años de espera, probablemente un centenar de isleños y patagónicos se habrían casado entre ellos. Habría chicos con un abuelo en Londres y otro en Río Gallegos. Y seguramente isleños estudiarían en universidades de la Argentina continental. Todo ello durante 99 largos, difíciles, pero no imposibles años. Hacía falta, claro, una paciencia especial y un gran conocimiento de las relaciones internacionales, donde el tiempo se mide en décadas o en siglos. Hacía falta una gran sabiduría. Y no la hubo.

Estaba comenzando una incruenta pero larga solución, muy larga para algunos. Para el año 98 del convenio, las Islas ya estarían integradas con el resto del país, no por papeles firmados por diplomáticos sino por lazos familiares que, en definitiva, son los que forman las naciones. La soberanía caería por propio peso.

Pero vino la guerra. Y esa es otra historia.

© LA GACETA Tulio Santiago Ottonello - Escritor y empresario.

Comentarios