El deseo

El deseo

Por Fabián Soberón

17 Febrero 2012
He decidido encerrarme en mi cuarto de pensión para siempre. Primero dejo de ir a la universidad, después me alejo de la ancha plaza llena de margaritas y de pájaros que marcan círculos en el cielo nuboso. A los dos días abandono el paseo por el parque raquítico. En una semana evado la visita al cine y me siento cansado de las tardes lluviosas sentado bajo la sombrilla violeta, en la vereda pastosa de la librería. Me compro diarios gastados, olvidados, revistas inútiles y me dedico a reunir papeles, a almacenarlos en los estantes de metal que tengo por biblioteca.
 Adoro la foto que me dejó mi abuelo de las estepas rusas. No puedo quitarme de la cabeza la imagen de la franja desierta y seca: esa blanca línea recta esculpida por la incansable nieve que atosiga y que me deja sin respiración.
Tampoco puedo olvidarme del mal que le he hecho a mi mujer, del dolor por no haber tenido un hijo, de lo terrible que ha sido amar a un perro por las noches, esas noches previas a la separación definitiva. Me ha costado mucho pero ahora me doy cuenta de que mi vida se ha desperdiciado como el agua que corre por el arroyo solitario. Y por eso elijo redimirme solo, abandonar los rostros conocidos, las huellas en la arena, las voces que me hablan y los oídos que, a veces, me escuchan.
La última vez que salgo de mi casa me compro una máquina de escribir. He decidido escribir mis memorias. Quiero empezar ya mismo pero tengo sueño y no aguanto. Empezaré mañana, pienso.
Me levanto temprano, abro un diario de la semana pasada y me dedico a leerlo de cabo a rabo. Luego paso las hojas de la revista que se vende con el diario y encuentro una entrevista a un mago que actuaba en mi barrio, cuando era un niño. Me detengo en la nota, la leo muchas veces. Cuando cae la noche advierto que no he escrito ni una coma. Miro la máquina en las sombras y me desilusiona. Al día siguiente me levanto un poco más tarde, cuando el sol me pega en la cara y me deja una mancha rosada en la piel astillada por la densa humedad del verano. En la cocina pequeña, me preparo el mate y luego, mientras mi estómago se regocija en el pan viejo y seco, me detengo en los ruidos que produce la ducha, el suave goteo del agua en la superficie metálica de la bañera. Así paso las horas: demorado en el ruido monótono y evocativo de la gota suicida.
En la nublada mañana posterior enciendo la radio de Moscú. Escucho un programa sobre los días de la vieja revolución bolchevique. El que habla es alguien que ama la revolución, que ve en ella la gesta de un pueblo que ha luchado, valeroso y sólido, por derrocar la mafia siniestra del zarismo. Me regocija la voz gruesa y valiente. Desde la silla veo, en la ventana, unas luces grises, opacas, que anuncian la llegada inminente de la lluvia. Al rato, ya siento la fresca inclinación del agua en la vereda y feliz, escasamente feliz, estiro mi brazo y siento el agua en la piel como un bálsamo tenue y hermoso. Le subo el volumen a la radio. El pesado chaparrón enmascara la voz del portentoso locutor que elogia la revolución. El programa termina y miro la silueta negra de la máquina brillosa en la mesa. Chasqueo la lengua. Me lamento por no haber empezado.
El sol inunda la pieza de la pensión. Con mis cincuenta años, a pesar del arduo río que quema mis días, soy un hombre delgado con los brazos fibrosos y fuertes. Salgo al estrecho patio que colinda con el vecino y levanto una maceta enorme que impide la breve caminata por el patio solariego.
Con la maceta a un lado, ahora puedo usar el espacio que me queda. Me paro al lado de la tapia y, esperanzado por los días que me esperan en soledad, camino unos pasos. Repito este paseo todos los días. Hasta que me harto.
Los días pasan de manera minuciosa y plural. He alternado diversas actividades: la lectura de los diarios viejos y pesados y añejos tomos sobre la revolución y la segunda guerra, la audición depurada y atenta de la radio Moscú, la salida al patio estrecho que colinda con el vecino. Los días han pasado y noto que no he escrito mis memorias. Entonces decido romper mi promesa. Salgo de mi casa con el único objetivo de obtener un silencioso remedo a mi frustración más temida. En una calle lateral, en un barrio hecho de tierra y espanto, de mugre pegajosa y cruel, encuentro en un pajonal maloliente un gato abandonado. Lo levanto, le acaricio el pelo negro, con unas manchas blancas, y lo llevo a mi casa. Apago la radio y armo una enorme y desvencijada fogata con todos los diarios.
Miro la máquina de escribir en la mesa inerte y siento que la melancolía se posa en mi rostro como una mariposa implacable. La miro dos veces y la dejo ahí, como si fuera un látigo invisible, un animal convulso, como si fuera la culpable de que no puedo escribir mis memorias. Me siento, rumiante, en la última silla que me queda en pie. Acaricio a mi gato negro con manchas blancas. Con el paso de las horas, los dos nos dormimos en la silla. Al despertarme preparo la leche en un recipiente. El gato bebe, ansioso.
Así pasan mis días. Yo, caminando por el patio estrecho, con unos pasos cortos y cansados, rumiando, mirando cómo pasa el tiempo como un animal cansado y trivial que envejece incluso al que no quiere. El gato tomando su leche y saliendo por los techos a buscar lo que no tiene en la casa.
Un día se me ocurre una idea que me despierta del letargo. Me siento en la silla, acomodo a mi gato sin nombre, y empiezo a contarle mi historia. Al principio el gato se resiste. Salta de las piernas, corre por el patio y se aleja, odioso y arisco, por los techos, como si el relato lo aburriera. Pero con los días, el gato sin nombre se queda en las piernas cansadas. Atiende un poco más y espera mis palabras lentas y rumiantes. Le cuento mi historia sin fisuras, sin perder detalles. El gato me escucha, o parece que me escucha. Y los meses pasan. El gato se acostumbra a las memorias narradas en la salita oscura, antes de la cena frugal y de la leche tibia. 
Hoy tengo sueño temprano. Camino lento y paciente hasta la cama. El gato viene detrás, con la cola erecta como un mástil de piel. Me recuesto. El gato se duerme en mi pecho caliente que después se pone frío para siempre: tengo un hielo encerrado en mi corazón. Al amanecer, cuando el sol despunta en la línea violácea del horizonte, el gato salta la ventana y se pierde por los techos de zinc. Sé que este es el fin.

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