El feroz degüello de Metán

El feroz degüello de Metán

El 3 de octubre de 1841, por orden del general Manuel Oribe, fue decapitado el doctor Marco Manuel de Avellaneda, gobernador delegado de Tucumán y líder de la Liga del Norte contra Rosas. El diario privado de un oficial rosista registró los atroces detalles de la ejecución.

CASA DE DOÑA FORTUNATA. Una foto de 1935 muestra la vivienda de Fortunata García de García al iniciarse su demolición. Estaba en San Martín al 600, vereda del norte. CASA DE DOÑA FORTUNATA. Una foto de 1935 muestra la vivienda de Fortunata García de García al iniciarse su demolición. Estaba en San Martín al 600, vereda del norte.
Hace 170 años, en las afueras del pueblo salteño de Metán y -según la tradición- debajo de un árbol frondoso, se consumó el episodio acaso más sangriento de las guerras civiles en esta parte del país. Fue el degüello del doctor Marco Manuel de Avellaneda, drama que -unido a la muerte de Lavalle en Jujuy, cinco días después- cerró el breve y azaroso ciclo de la Liga del Norte contra Rosas.

Es conocido el contexto. En 1840, bajo el liderazgo de Avellaneda, joven de 27 años por entonces, cinco provincias argentinas -Tucumán, Salta, Jujuy, Catamarca y La Rioja- se alzaron contra el jefe de la Confederación Argentina, Juan Manuel de Rosas. Querían derrocarlo como paso previo a la organización del país. Apoyo militar del audaz pronunciamiento eran dos ejércitos que mandaban, respectivamente, los generales Juan Lavalle y Gregorio Aráoz de La Madrid.

Ambos jefes no se entendían. Emprendieron campañas desacertadas contra las fuerzas que Rosas destacó para aplastar a los rebeldes. Y si se agrega que las provincias de la Liga se hallaban en la ruina económica, el desastre era de prever. Lavalle fue derrotado, sucesivamente, en Quebracho Herrado (28 de noviembre de 1840) y en Famaillá (19 de septiembre de 1841). En cuanto a La Madrid, terminó batido completamente en Rodeo del Medio (24 de septiembre de 1841).

Traición y captura

El doctor Avellaneda, después del contraste de Famaillá, buscó salvar su vida. Cabalgó con un puñado de hombres hasta Raco. Pasó la noche en la casa de don Pedro Ruiz de Huidobro e indicó a los baqueanos que lo condujeran a Jujuy -donde lo aguardaban su mujer e hijos- por la Pampa Grande, como etapa previa al exilio en Bolivia. Fue traicionado por Gregorio Sandoval, un oficial corrupto y habituado al saqueo, quien lo entregó a los soldados del general Manuel Oribe, el vencedor de Famaillá.

Lo que ocurrió después se conoce por un testigo insospechable. El capitán García, de las fuerzas de Oribe, llevaba secretamente un diario, que hoy se encuentra en el Archivo Nacional de Montevideo, en la Biblioteca Blanco Acevedo. No es posible dudar de la veracidad de un integrante del ejército "degollador".

Avellaneda fue conducido amarrado hasta el campamento de Metán, el 3 de octubre de 1841. El traidor Sandoval venía montado en el caballo de su prisionero, a quien había arrebatado las espuelas, la gorra y el poncho. Oribe lo "recibió gozoso" y mandó al coronel Mariano Maza que se encargase de los presos. Cuenta García que Avellaneda estaba "casi desnudo", descalzo y "envuelto en una frazada de picote". Maza lo hizo subir en su galera para interrogarlo. A las preguntas que le hizo, el ex gobernador delegado de Tucumán contestaba "con entereza y moderación".

Atroz relato


Fueron alineados luego los seis cabecillas. Además de Avellaneda, el coronel José María Vilela, el comandante Lucio Casas, el sargento mayor Gabriel Suárez, el capitán José Espejo y el teniente primero Leonardo Souza. El horror que siguió consta en el escalofriante relato del capitán García, que vale la pena transcribir textualmente:

"Seis soldados con sus cuchillos en mano les cortaron la cabeza estando de pie; los cuerpos cayeron, el de Avellaneda, con la cabeza completamente separada, se afirmó en las manos apenas cayó y por largo rato estuvo como quien anda a gatas. Mientras tanto, la cabeza separada y tomada por un soldado de los cabellos, hacía las más extrañas gesticulaciones: los ojos se abrían y cerraban girando de izquierda a derecha y viceversa y echando de frente, sin apagarse, mientras el labio inferior se colocaba muchas veces debajo de los dientes, con un movimiento natural y poco forzado como cuando la ira nos hace contraer de ese modo la boca".

Manea con la piel

El relato sigue. "La cabeza vivió de este modo doce minutos y el cuerpo del mismo, después de estar inmóvil, presentó otro fenómeno de vitalidad. Un tal Bernardino Olid, capitán allegado al general Oribe y uno de los hombres más feroces y carniceros, sacó el cuchillo y observando la blancura y delicado cutis de Avellaneda, ?de este cuero, dijo, quiero una manea?, y dando un tajo todo a lo largo del cuerpo del decapitado señaló la piel, haciendo correr por el lomo lentamente el cuchillo: el cadáver se enderezó nuevamente apoyado en las palmas de las manos y hasta donde le es posible a un hombre vivo levantarse en esa actitud, se mantuvo por más de tres minutos; finalmente Olid corrió nuevamente el cuchillo y sacó la lonja para la manea; el cadáver ya no se movió".

Una nota de García apunta que "la manea fue sobada, le colocó una argolla de plata en las marchas, hizo presente de ella al general Oribe y no aceptándole éste, le mandó conservarla mucho aplaudiendo la idea".

Horas de desenfreno

García cuenta que luego se desató el desenfreno en el campamento de Metán. "El cuerpo de Avellaneda fue despedazado, así fueron los demás. Esa noche, Melgar, Alvarado, Arriaga, Golfarini y otros jugaban con los miembros de Avellaneda, y muchos fueron a colocar debajo de alguna de las mujeres del ejército un pie, una mano, una pierna o el miembro viril de Avellaneda; a tal estado había llegado la familiariedad con estos hechos horrorosos, y si se agrega que todo esto divierte al general Oribe, se alcanzará a comprender dónde iremos a parar. Ya los soldados fríen maíz con grasa humana y hacen cosas que nos falta poco para ser antropófagos".

Finalmente, la cabeza de Avellaneda fue "acomodada por Maza y el general Oribe en un cajón con cal y remitida a Tucumán, con orden al general Garzón de que se la ponga en la plaza pública clavada en un palo y a la altura de un hombre".

Familia del mártir

Mientras se desarrollaba la tragedia, Dolores Silva, la esposa de Avellaneda, con sus cinco hijos (el mayor era Nicolás, futuro presidente) estaba en Jujuy. Cuando entraban a la ciudad oficiales y soldados escapados de la derrota de Famaillá, les preguntaba a gritos qué pasaba con Marco. Pero nadie le contestaba: fingían no verla y seguían de largo. Su suegro, don Nicolás Avellaneda y Tula, salió corriendo a preguntar lo mismo a uno de los jinetes, Javier Colombres. Ella se encerró en su habitación. Minutos después, llegó don Nicolás con paso vacilante, "pálido como un cadáver y con la fisonomía descompuesta". Entraron al cuarto de la suegra y se abrazaron llorando. "Ninguno de los tres se atrevía a hablar una sola palabra; y después, ni ellos, ni ninguna persona me refirió cómo había muerto Marco", cuenta doña Dolores. Días más tarde, la abatida familia emprendería la cabalgata hasta la ciudad boliviana de Tupiza, donde se refugiaron.

Desde Metán, al galope, un oficial oriental, de apellido Alegre, llevó la cabeza de Avellaneda a Tucumán. Se la colocó en la punta de un palo en la hoy plaza Independencia, una decena de metros delante de la actual estatua de la Libertad. Estuvo allí por lo menos un par de semanas, hasta que doña Fortunata García de García, viuda del ex gobernador Domingo García, decidió terminar con tan aterrante espectáculo.

La piadosa Fortunata


En la casa de doña Fortunata (ubicada en la hoy calle San Martín séptima cuadra, vereda norte, a la altura de la numeración 675 o 677) se alojaba el coronel Carvallo, un oficial uruguayo a quien Oribe había nombrado jefe de la plaza. Hay varias versiones acerca de los hechos que siguieron. La tradición perduró en relatos transmitidos de boca en boca, hasta que fue recogida por los historiadores que hablaron con testigos, como Adolfo Saldías o Paul Groussac.

Según algunos, contando con la benevolencia de Carvallo, doña Fortunata en persona desclavó la cabeza de la pica y procedió a inhumarla. Según otros, ella pidió a Carvallo que la sacase, éste accedió y se la entregó envuelta en una manta. También se dice que acompañaban a Fortunata dos de sus hermanas y Carvallo, en el retiro del sangriento trofeo. Hay más versiones con detalles del humanitario gesto, que inscribió a la señora de García entre las figuras históricas de Tucumán.

Sobre el lugar donde la señora depositó secretamente la cabeza, se dice que fue en la vieja Casa de Jesús (hoy Esclavas), frente a plaza Belgrano; o en el cementerio del Señor de la Paciencia (hoy Buen Pastor), o detrás de un altar del templo de San Francisco.

Muchos años después, en febrero de 1888, el doctor Marco Avellaneda (h) escribió a Tucumán a su hermano Eudoro. Le pedía que tomase medidas para trasladar a La Recoleta la cabeza del padre, "que es lo único que conservamos de sus restos".

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