El valor de nuestras ruinas

El valor de nuestras ruinas

En la literatura abundan los libros sobre ruinas. Desde el Génesis, que registra las aniquilaciones más variadas, hasta las historias que habitan el inabarcable libro de "Las mil y una noches", la humanidad se ha regodeado con el fomento de las tragedias y las elegías. Casi podría decirse que las ruinas son un símbolo evidente de la declinación de una sociedad. Y persisten para mostrar que alguna vez hubo tiempos distintos, en los que la grandeza y la pujanza tenían cabida. Esto es particularmente visible en Tucumán, donde la historia ha dejado huellas imposibles de borrar. Muchas de ellas hablan de una gloria que no volverá y casi todas generan una melancolía infinita. Como las ruinas del ex ingenio de Santa Ana, que supo ser el más grande de Sudamérica y que hoy sólo exhibe paredes al borde del derrumbe. O los tristes galpones depredados de los ex talleres de Tafí Viejo, que se caen a pedazos, como lo mostró ayer un informe de LA GACETA.

Pero en Tucumán no sólo hay fábricas en ruinas. También existen confiterías (como la que se encontraba camino a San Javier, que sigue siendo devorada por el cerro), mansiones (aún quedan unas cuantas en toda la provincia), estaciones de tren (algunas casi al borde de la extinción), cerámicas (como la abandonada fábrica Matas) y hasta portentos arquitectónicos (como el viaducto del Saladillo). Todos ellos ya han iniciado un incomprensible camino al olvido. No debería ser así. En Europa, por ejemplo, las ruinas tienen valor en sí mismas. No sólo por el papel que les tocó cumplir a lo largo de la historia, sino porque las actuales ciudades son, un poco consecuencia de esas ruinas. En Roma, caminar entre las columnas caídas del Foro o sentarse en una de las gradas del Coliseo genera una sensación imposible de olvidar. Porque esas ruinas nos conectan con la historia. Nos hacen vislumbrar la eternidad. Son, de alguna manera, las responsables de nuestro hoy. ¿Por qué entonces no sentimos lo mismo con nuestras ruinas? ¿Por qué cuando caminamos por los escombros de algún ingenio nos sentimos terriblemente tristes? ¿Por qué cuando vemos las fotos de los talleres de Tafí Viejo sólo atinamos a sentir bronca e impotencia? ¿Por qué cada vez que pasamos frente a la ex Usina de la avenida Sarmiento esquivamos la mirada para no toparnos con su paulatino desmoronamiento? Nuestra provincia también es consecuencia de todas esas ruinas. Pero no queremos asumirlo. Por eso sería mucho más constructivo que, en lugar de lamentarnos, nos comprometamos a hacer algo para que esa parte de nuestra historia no desaparezca sin remedio entre el polvo del tiempo.

En este sentido, el deber principal es del Gobierno, que debe generar los medios para que esos escombros de nuestra historia puedan recibir un trato justo. Otras ciudades argentinas supieron sacar provecho de sus ruinas e incorporarlas a sus nuevos trazados. Un claro ejemplo es Puerto Madero que, gracias a la inversión privada, se ha convertido en uno de los puntos más exclusivos de Buenos Aires. Otro tanto sucede en Rosario, que ha sufrido un crecimiento inmobiliario importante donde antes sólo estaban las ruinas de su puerto. ¿Es posible que algo así pase en Tucumán? Por supuesto. Sólo se necesitan proyectos precisos e inversión. Una inversión que no debería venir sólo del Estado, sino también del sector empresarial. Un gran paso se ha dado con el rescate del ex mercado de Abasto. Pero aún falta mucho más. Porque si nos sentamos sobre las ruinas a lamentarnos por ese pasado de gloria que ya no volverá, nunca podremos evolucionar como sociedad. Y tampoco lo haremos borrando toda huella de nuestra historia.

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