Aída: un amor imposible que deslumbró a Tucumán

Aída: un amor imposible que deslumbró a Tucumán

Tucumán se lo merecía y se lo propuso. Misión cumplida. ¡Felicitaciones!

INTENSO TRABAJO CONJUNTO. Cantantes, coreutas y bailarines en escena. La puesta, que planteaba altísimas exigencias, no tuvo nada que envidiarles a otras Aídas. LA GACETA / FOTOS DE INES QUINTEROS ORIO INTENSO TRABAJO CONJUNTO. Cantantes, coreutas y bailarines en escena. La puesta, que planteaba altísimas exigencias, no tuvo nada que envidiarles a otras "Aídas". LA GACETA / FOTOS DE INES QUINTEROS ORIO
Pocos minutos después de la hora señalada, en el foso del Teatro San Martín el maestro Omar Emir Saúl levantó su batuta y dio la orden de partida. Marcaba un antes y un después en la historia de la ópera en Tucumán. Tres años de proyectos, debates, disensos, ideas, esfuerzos y tomas de decisiones; meses de ensayos, de diseños, de costuras, de dibujos, de martilleos... de más ensayos, y más; el trabajo entusiasta de varios cientos de personas (solamente en escena llega a haber 400) cristalizaron en la noche del jueves: Aída, la monumental ópera de Verdi, hacía su entrada triunfal en Tucumán.

El desafío era inmenso; la apuesta se ganó, por lejos. La orquesta y la banda; los ocho solistas; el coro, con refuerzos; dos cuerpos de danza, figurantes "egipcios" y "esclavos" y más de cien cadetes del Instituto General don José de San Martín, y el inmenso equipo técnico y de sostén, invisible pero indispensable, se entendieron como si se conocieran de toda la vida. Sobre el escenario, los artistas sostuvieron con su voz, con sus instrumentos y con su cuerpo magistralmente la historia de amor imposible que constituye el argumento. Imposible a dos puntas: porque circula en un triángulo con dos mujeres rivales en los ángulos de base, y porque, para colmo, entran en juego las lealtades patrióticas de los amantes.

La puesta

Los elementos de la escenografía fueron traídos de Rosario (pertenecen a la Asociación Cultural El Círculo), pero se trabajó con las distintas piezas casi como con el juego para chicos "Mis ladrillos". Además manejar técnicamente semejante elenco en un espacio, en escala, tan reducido era muy complicado. Mucho de lo que el espectador disfruta se juega tras bambalinas, en parte porque así está indicado en la partitura (la banda y muchas veces el coro intervienen ocultos). Los directores, entonces, fueron conectados por cámaras de video para que sus dirigidos pudieran seguir instrucciones.

Pero también el ir y venir de gente, escenografías y elementos de utilería debía funcionar como mecanismo de relojería. "Casi no se podía caminar por ahí atrás -comentó luego de la función una coreuta-. El movimiento era infernal". Maravilla: uno hubiera debido suponerlo, pero lo cierto es que no se notaba para nada. Este despliegue puso la base para sostener la música, escuchada, hay que aclarar, por oídos legos. La potente dulzura de Aída, capaz de hacerse oír (y estremecer de dolor y de pena, literalmente hasta las lágrimas) por encima de la compacta masa sonora que formaban la orquesta, el coro y los otros protagonistas; la fuerza expresiva de Amneris, que pasa del odio a la desolación; la calidez de la voz de Radamés, debatiéndose entre sus sueños de guerrero y su amor por la esclava, perteneciente al pueblo enemigo; ambos reyes y el sacerdote construyeron con los músicos y con el coro, en sus distintas formaciones, y contaron perfectamente la historia. Al punto de que con un mínimo de esfuerzo, era perfectamente posible prescindir del subtitulado. Y atraparon.

Por su parte, bailarines, soldados (emocionó ver la seriedad con la que los 100 jóvenes cadetes asumieron su responsabilidad) y figurantes pusieron lo suyo para que esta Aída tucumana tuviera la magnificencia que debía tener.

La obra es larga y, como explicó el régisseur, Ricardo Salim, se presentó completa. Empezó poco después de las 21; cuando se apagaron los aplausos (de un público poco amable, fue la sensación), era casi la 1. Tampoco se notó.


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