Con la voz alimentan los sueños de libertad

Con la voz alimentan los sueños de libertad

En el penal de Villa Urquiza los internos participan de un grupo coral que cosecha emociones y aplausos en cada una de sus presentaciones. El miércoles dieron un concierto en el auditorium del Centro Cultural Virla. Los sentimientos y el fervor de los hombres que buscan reivindicar sus errores del pasado por medio de la pasión por la música. Video.

EN EL AUDITORIUM. Durante el concierto, un custodio policial supervisa los movimientos desde la última fila. LA GACETA/FOTOS DE EZEQUIEL LAZARTE EN EL AUDITORIUM. Durante el concierto, un custodio policial supervisa los movimientos desde la última fila. LA GACETA/FOTOS DE EZEQUIEL LAZARTE
Faltan dos horas para el concierto. Edgardo E. está listo en la celda esperando el llamado del guardiacárcel. Luce impecable con el uniforme del coro: zapatos negros, pantalón negro, camisa verde y cárdigan gris. Siempre cuelga un rosario en su cuello, pero esta vez no puede llevarlo. Está prohibido cargar relojes, cadenas, pulseras, ni siquiera el cinto. Acompañado por un custodio, sale de la celda y va camino a reunirse en un pasillo del penal con los otros 18 integrantes de "Urquiza Coral".

Todos están emperifollados, como dice Pío B., quizás el más sonriente de los coristas, mientras se oye el chillido metálico del portón de la cárcel que se abre apenas lo suficiente para que ingrese una combi. Detrás entra otra combi, casi pegada, como si fuesen vagones de un tren. Los coristas suben a los vehículos despacio, en silencio y con las manos atrás. Afuera de la cárcel, una camioneta de la Policía espera con el motor encendido y una docena de efectivos de seguridad prestos para acompañar el traslado. "En el trayecto voy viendo las calles, la gente, lo poco que se puede ver por la ventanilla", me dijo Edgardo tres días antes, durante un ensayo dentro del penal.

Las combis avanzan por avenida Siria hasta el cruce con avenida Sarmiento. Los policías están alertas y parecen armados hasta los dientes. Cada tanto se escucha el eco de sus comunicaciones. "Despejado, normal, sin novedades, avancemos" resuena bajito en el handy.

Son las 21.30 del miércoles y el tránsito se hace lento cuando las combis doblan al microcentro por 25 de Mayo. Frente al Centro Cultural Virla más de 20 hombres de negro (custodios de civil, vestidos de traje y corbata) aguardan la llegada de los internos. Otro equipo policial espera la señal en la esquina de 25 de Mayo y Córdoba para cortar el tráfico. Llegan las combis. Bajan cuatro policías con armas gruesas en mano. Con las piernas separadas se instalan en medio de la calle; parece un momento congelado en el que nadie puede moverse. Atónitos, los transeúntes observan la escena y se preguntan quién viene, por qué tanta policía. Curiosos esperan el desenlace. En un segundo se forma un círculo de miradas alrededor. En la puerta del anfiteatro hay familiares de los internos. Algunos, ávidos por estirar un saludo; otros, con cámaras de fotos esperan ese instante en que pueden verlos de cerca. Los internos tienen prohibido tocar a sus parientes. Cada uno con un custodio bajan de las combis y entran en fila, siempre con las manos atrás, mientras siguen camino directo a una antesala, donde esperan su turno para actuar.

Imperturbables, los custodios toman del brazo a los coristas y les indican dónde deben sentarse. Desde el escenario llega el canto de otros dos grupos corales que ya comenzaron su presentación en la noche del "Virla Coral". Se acerca el momento. "Cuando estamos abajo, esperando, siento un poco de nervios, a veces me dan ganas de ir al baño y tengo que ir con el custodio, pero entro al baño y no puedo...", había relatado Pío B. al recordar una presentación anterior.

A escena

El público espera en las butacas con la misma ansiedad de los coristas. El clima es tan familiar que, en la platea, una madre le da el pecho a su pequeña bebé en brazos, mientras los integrantes de "Urquiza Coral" suben al escenario. Por primera vez, en ese momento, los custodios se separan del grupo y se sientan en la primera fila, que estuvo reservada todo el tiempo para ellos. Desde ahí, con miradas de lince, siguen los movimientos dentro de la sala. Otro grupo de guardias se ubica de pie en la última fila para observar desde arriba. El anfiteatro parece blindado.

El director Gerardo Calderón dispone la formación del coro en el escenario. "¡Papi!... ¡papi!" grita una niña. Desde el escenario Martín F. levanta suave la mano para saludar con una sonrisa. "Shhhhh", dice llevándose el dedo índice a la boca.

De espaldas al público, el director del coro extiende los brazos, abre las manos y, por unos segundos, las deja suspendidas en el aire... El silencio es total y comienza la función: Ando llorando pa? dentro / aunque me ría pa? fuera / así tengo yo que vivir / esperando a que me muera...

Mientras canta Carlos G. abre grande los ojos, infla el pecho, y la voz le sale del alma. "Cuando canto siento que estoy libre, me olvido de todo. Esto es terapéutico", me había dicho dentro de la cárcel. En la primera pausa, con la mirada acelerada, desde el escenario algunos coristas buscan a sus familiares entre el público.

Pedro M. no sabe leer ni escribir, pero aprendió el repertorio de memoria. Cuando no está en los ensayos asiste a la escuela dentro del penal. Los acordes de una guitarra anticipan una chacarera de Cuchi Leguizamón, que despierta los aplausos como si estuvieran en un fogón. El concierto es una celebración.

La emoción contenida se percibe en el aire y un nudo en la garganta dibuja lágrimas en las mejillas. Agustín M. sonríe en el escenario esperando Vuela una lágrima, su canción preferida. "Me gusta porque me hace acordar a mi señora y en un par de estrofas es como que se la transmito a ella a través del canto, por eso siempre le pido a Gerardo (el director) que volvamos a cantarla", me dijo tres días antes del concierto.

Entre el público no está su esposa, que vive en Salta. Pero Agustín quiere cantarla con sentimiento, frunce el ceño hacia arriba y entona con fuerza: Vuela una lágrima / porque no estás aquí / sufre mi corazón / llora porque le duele la soledad...

En un extremo del escenario, Héctor Hernán R. es tan alto que sobresale como la torre Eiffel. Detrás, Leonardo V. sonríe tímido cuando el aplauso retumba de pie. En el medio, Eduardo Ascárate, asistente del director, controla el sonido y acompaña con su voz al coro.

Se acerca el final. Diego P. sabe que son los últimos minutos de libertad. No puede contenerse y saluda a su familia con la mano en alto. Quisiera abrazarlos, pero no puede. Está prohibido. Tres días antes, durante un ensayo, Diego contó que nació en el mismo barrio donde está el penal. "Cuando era chico iba con mis amigos a la plaza que está enfrente de la cárcel. Ahí jugábamos a la siesta y siempre me preguntaba cómo sería la vida dentro de la cárcel -dijo-. Ahora me pregunto cómo estará la plaza..."

El director agradece a los organizadores y anuncia la despedida. Suenan los acordes de la última canción: Adiós y que te vaya muy bien / que encuentres otro querer / no lo vuelvas a perder / nunca en la vida... Pero la gente se entusiasma y pide una más.

Los custodios de las filas altas bajan despacio, acercándose al escenario. Los guardias de la primera fila se levantan. ¡Otra, otra! retumba en el Virla. Con gesto disimulado, el jefe de seguridad autoriza una más. Calderón vuelve al centro del escenario. Entonces resuena: Libertad yo te libero / haces que mi canto vibre / porque no puedo ser libre / ni tampoco prisionero / ay de mí...

Una ovación es la respuesta, mientras los coristas, sin moverse de su sitio, saludan con la mano en alto como quien está a punto de viajar lejos. Se encienden todas las luces. El silencio parece eterno. Los guardias suben al escenario. De a uno bajan tomando del brazo a los internos. "Lo más difícil es cuando volvemos a la cárcel -me dijo Pío B.-. Cuando entrás por ese pasillo es la parte más dura -agregó señalando un callejón helado-. Es que no hay nada como estar afuera..."

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