Las trampas de la memoria

Las trampas de la memoria

Recordar es siempre recrear; un recuerdo es, inexorablemente, una ficción con un núcleo de verdad. Reparar el pasado es una tentación recurrente, pero intentarlo acarrea grandes riesgos. Por Daniel Dessein para LA GACETA - Tucumán.

19 Diciembre 2010
La revista American Journal of Psyquiatry publicó un informe que afirma que el 4% de la población mundial sufre el síndrome de acumulación compulsiva, que consiste en el almacenamiento patológico de objetos inútiles; como diarios viejos para ser consultados en el futuro o clavos y maderas que eventualmente podrían ser usados para la improbable construcción de un mueble. Si abrimos cualquier libro de Zygmunt Bauman, podemos ver la otra cara de la misma moneda y concluir que buena parte del 96% restante sufre una suerte de síndrome de eliminación compulsiva, derivado de la lógica que impera en un mercado que determina la caducidad y la sustitución constante de todos los productos. Y por extensión, de las relaciones amorosas, de los intereses personales, en fin, de todo proyecto.
¿Qué extremo está más cerca de la cordura? ¿El de aquellos que conservan lo inútil o el de aquellos que lo desechan pero que previamente lo han adquirido a través de grandes sacrificios y siendo conscientes de su fugaz utilidad? ¿Y qué pasa con estos extremos aplicados a los recuerdos de un individuo o de una sociedad? ¿Es preferible eliminarlos o guardarlos?
Todo intento de reconstrucción del pasado es inevitablemente parcial y subjetivo. La memoria almacena arbitrariamente sus elementos. El problema se presenta cuando llega la hora de ordenarlos porque el resultado de esa tarea nos dirá quienes somos. ¿Dónde ponemos los recuerdos de las tardes que pasamos con esas ex novias que ya no amamos; los recuerdos que solamente ellas, además de nosotros, pueden conservar? ¿Dónde los pecados que nos persiguen por las noches? ¿Dónde las marcas del dolor, las que nos acobardan cada vez que percibimos los paisajes que preanuncian su llegada? ¿Para qué guardamos todo eso? Quizás, en un mundo de obsolescencias vertiginosas, sospechamos que aquello que hoy no tiene utilidad alguna, puede recuperarla en el futuro. O que la conservación de cualquier cosa, aunque objetivamente no tenga ningún sentido, puede fortificar la debilitada creencia de que la vida, la nuestra, tiene alguno.

¿Cómo y por qué recordamos?
Eric Kandel es probablemente el hombre que mejor conoce los poco explorados laberintos de la memoria. Ganó un Nobel en el 2000 por sus incursiones en el cerebro, a lo largo de media vida, intentando responder, básicamente, una pregunta: ¿Cómo y por qué recordamos? Ya sabía que existía una memoria de corto plazo y otra de largo, alojadas en áreas diferentes del cerebro. El caso del paciente H. M., a quien se le extirparon la superficie y el hipocampo de los lóbulos temporales de cada hemisferio, comprobó esa teoría. Después de la operación, H. M. conservó los recuerdos que tenía hasta entonces, mantuvo su capacidad para recordar elementos nuevos por pocos minutos pero perdió la posibilidad de trasladar esos recuerdos frescos al depósito duro de la memoria. Por eso, a medida que pasaba el tiempo, se reconocía en las fotos que le habían tomado en un pasado distante pero no en la imagen que le reflejaba el espejo. Su historia se congeló el día en que entró al quirófano.
El caso H. M. impulsó a Kandel a intentar desentrañar el mecanismo por el que los recuerdos de corto plazo se graban en la memoria de largo. Identificó una serie de proteínas que intervienen en ese proceso; algunas lo estimulan y otras lo bloquean. Descubrió que la proteína Creb 2 produce el gen supresor de la memoria y que al bloquearlo se potencia el número de sinapsis que motorizan la memoria de largo plazo. ¿Y qué ocurre cuando buscamos, o cuando se nos aparece, un recuerdo guardado en el archivo de nuestra mente? Kandel dice que en el expediente que rescatamos solamente se conserva el núcleo del recuerdo. Cada vez que lo desempolvamos adornamos ese núcleo. O sea que recordar es siempre recrear; un recuerdo es inexorablemente una ficción.
Pero, ¿cómo elegimos las pequeñas gotas que conservamos del inmenso océano de percepciones que inunda nuestra vida? El filtro es la atención. Nos concentramos en algunos elementos y el motor que nos mueve a hacerlo suele ser el temor, la curiosidad, el deseo. Pero hay un fenómeno particular en el que la atención se dedica de manera excluyente y voluntaria a un objeto. Salvo en casos patológicos, los humanos lo experimentan una o dos veces en la vida; la mayoría, nunca. Ortega lo llama "amor" y se produce en los momentos en los que nuestra mente, habitualmente poblada por infinitos seres y cosas, se convierte en un cuarto en el que habita un solo cuerpo, un único rostro.

Volver al pasado
Hoy se me ocurrió una idea para un cuento. Es una variante del argumento de El perjurio de la nieve, la historia de Adolfo Bioy Casares en la que un hombre le ordena a su familia que todos los días repita mecánicamente la misma rutina. Una de sus hijas está mortalmente enferma y con esa recreación constante de un mismo día busca eludir el paso del tiempo que la llevaría fatalmente a su destino.
Mi protagonista, llamémoslo Juan, es un cuarentón casado en cuya vida se cruza inesperadamente un viejo amor de la juventud con quien vivió una historia que no se cerró naturalmente en su momento. El quiere preservar su matrimonio pero también concluir ese episodio, despedirse de la mujer de la que no pudo hacerlo por circunstancias que lo superaban. Se trata de un anacronismo que resulta necesario para reparar su pasado y estabilizar su presente.
Piensa durante días y, finalmente, elucubra una fórmula que compatibiliza sus anhelos. Pacta un encuentro de una sola noche en un departamento aislado, aislante, que ha sido reciclado para que tenga las mismas características del lugar en el que se vieron por última vez, 20 años atrás. Restaura los cuadros que allí había, recupera los muebles, los libros, las alfombras que decoraban el living de una casa que ya no existe y elimina toda referencia que pudiera delatar el tiempo que pasó. El tiene grabada en su mente esa noche y logra reproducir los detalles; la música, su atuendo, su corte de pelo, todos los elementos que colocarán a la segunda parte de esa noche, que llega con dos décadas de atraso, en el tiempo en que debió tener lugar. La memoria, a medida que los meses pasen, ordenará ese recuerdo en las páginas más convenientes de su biografía. Eso es lo que Juan cree, o lo que quiere creer. Pero, desde H. G. Wells y su máquina exploradora sabemos que los viajes en el tiempo son peligrosos.
Siempre corremos el riesgo de pisar un insecto que es una ficha de dominó de una fila infinita de acontecimientos que desencadenará efectos insospechados en el presente lejano. El presente de Juan, su matrimonio, las elecciones de la segunda mitad de su vida; todas son consecuencias de ese episodio inconcluso que tardíamente se está cerrando, que extemporáneamente está abriendo demasiadas preguntas sobre una vida, hasta entonces, tranquila, previsible, aparentemente feliz. © LA GACETA

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