La escalera de Odessa, según Eisenstein

La escalera de Odessa, según Eisenstein

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28 Junio 2010
Casi todos coinciden en que “El acorazado Potemkin” es uno de los títulos míticos en la historia del cine. Julio Cortázar resumió en la monumental “Rayuela” la fascinación que la película que rodó Sergei Eisenstein en 1925 ha ejercido siempre sobre los cinéfilos. Dice La Maga en la “carta al bebé Rocamadour”: “...porque soy capaz de caminar una hora bajo el agua si en algún barrio que no conozco pasan Potemkin y hay que verla aunque se caiga el mundo”. Eso sentíamos en los 70, sin televisión por cable, VHS, DVD o YouTube. Si la proyectaban (cuando no estaba prohibida), había que ir a verla aunque se caiga el mundo.

Uno de los momentos que puedo rescatar sin dudas como dominante dentro de mis preferencias cinematográficas es la escena de las escalinatas de Odessa, una de las más conocidas del fundacional filme ruso. La narración del episodio en el que los cosacos disparan sobre una multitud de civiles desarmados, coronada por la dramática caída del cochecito de un bebé que rueda a los tumbos sobre los escalones no sólo es uno de los momentos más emocionantes (y demagógicos) de la película sino, al mismo tiempo, una clase magistral de montaje cinematográfico y de encuadre y desplazamiento de cámara, en una época en que el arsenal tecnológico a disposición de los realizadores era más que exiguo. La secuencia ha recibido el homenaje de muchos cineastas; quizá el más conocido es el del tiroteo final en la estación Central de la película “Los intocables”, de Brian De Palma.

En apenas seis minutos, Eisenstein articula de manera admirable expresiones de horror en primer plano con tomas de multitudes que corren alocadamente por las escalinatas, contrapone a los cosacos perfectamente alineados que bajan rítmicamente los peldaños mientras disparan sus fusiles con civiles despavoridos que tratan de ponerse a salvo y descarga un duro golpe emotivo sobre la platea cuando muestra a una madre agonizante que, al caer, empuja escaleras abajo el coche de su bebé. El director estira dramáticamente los tiempos reales, descompone en varias tomas la angustiante caída del cochecito y repite acciones desde distintos puntos de vista para elevar el voltaje emocional de la secuencia; muestra los rostros desencajados de las víctimas en primeros planos y oculta los de los victimarios en tomas de conjunto. Y lo más sorprendente es que hizo todo esto cuando las técnicas narrativas del cine recién daban sus primeros pasos.

El norteamericano David Wark Griffith, en “El nacimiento de una nación”, había avanzado (10 años antes) en la idea del montaje dinámico, abandonando la inspiración claramente teatral que tenían las películas hasta entonces; pero fue sin dudas Eisenstein el que dio el salto cualitativo en la noción de montaje como manipulación de las imágenes para articular un lenguaje dramático.

Creo que el realizador ruso, en esos seis minutos sobre los peldaños de Odessa, sentó las bases del montaje moderno y dejó muy poco margen para el invento a los directores que lo sucedieron. Y dejó muy en claro que el destino final de cualquier película se juega en la sala de montaje.

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