"La realidad de la guerra supera toda ficción"

"La realidad de la guerra supera toda ficción"

Entrevista a Oscar Jaimet

28 Marzo 2010
Oscar Ramón Jaimet es oficial retirado del Ejército Argentino (con el grado de teniente coronel) y veterano de Malvinas condecorado, como héroe de guerra, con la medalla "La Nación Argentina al Valor en Combate". Nació en Santa Fe, se casó con una tucumana y vive en nuestra provincia. Era paracaidista, comando y jefe de operaciones del regimiento 6 de infantería cuando llegó a las islas en las que permaneció casi dos meses. El escritor inglés David Aldea, autor del libro La quinta brigada de infantería en la guerra de las Falklands, menciona diversas acciones de combate en los montes aledaños a Puerto Argentino y resalta la valentía de la compañía que comandaba Jaimet en la batalla de Tumbledown. Del otro lado peleaba Mike Seear y su batallón de gurkhas.

-¿Cuándo llegó a Malvinas ?
-Llegué el 12 de abril y me pusieron al mando de la Compañía B del Regimiento de Infantería 6. Estuvimos unos días en un cuartel de los Royal Marines y el 25 de abril  me ordenaron subir al Monte Kent (a unos 12 kilómetros de Puerto Argentino). Éramos 170 hombres: cuatro oficiales, 15 suboficiales y el resto soldados. Teníamos un Jeep y un equipo de rancheros para las raciones de comida, ametralladoras MAG y antiaéreas, tres morteros, una docena de misiles tierra-aire y visores nocturnos. Estábamos en la retaguardia, como tropas de reserva ante el desembarco inglés. Pero los británicos desembarcaron más al sur de lo previsto, en el Puerto de San Carlos, y la situación cambió radicalmente: de la retaguardia pasamos a estar en la primera línea de combate. Entonces, el último día de abril, nos trasladaron en helicópteros al Monte Dos Hermanas, a diez kilómetros de Puerto Argentino, con el objetivo de evitar una penetración inglesa a través del paso existente entre ese monte y el Monte Longdon.

- Usted participó en la batalla de Monte Dos Hermanas y en la de Tumbledown, dos de las más cruentas de la guerra. ¿Cómo recuerda esa experiencia?  
- Desde que llegamos fuimos atacados por la fuerza aérea, la artillería de campaña y cañoneos desde el mar. Nos daban con todo lo que tenían, pero resistimos ese intento de "ablande". Estábamos muy desgastados por los 45 días en que habíamos permanecido a la intemperie. El 11 de junio supe que era inevitable un ataque frontal de las tropas inglesas porque, por una cuestión estratégica, debían tomar el monte en el que estábamos apostados. Cuando me percaté que el ataque era inminente, sufrí un shock. Pero al cabo de unos minutos logré sobreponerme y comencé a dar órdenes. En el instante en que ordené el repliegue de un grupo adelantado, vi a cuatro soldados huyendo y presos del pánico. Afortunadamente el resto de mis soldados siguió obedeciendo a sus superiores y colaborando con sus compañeros en medio de la balacera. Yo sentí como si "saliera de mi cuerpo". Es difícil de explicar la sensación pero lo cierto es que experimenté una especie de desdoblamiento por el que dejaba de sentir miedo. Mis neuronas funcionaban a una velocidad y con una coherencia increíbles. Así pude mantenerme en control de una situación como esa, en un contexto en el que el límite que separa al orden de la locura y el caos es muy delgado.    

-¿Cómo siguió el combate?
-La escena era dantesca, muy difícil de describir. La realidad de una guerra supera cualquier ficción. Se escuchaban los gritos de los heridos en las intermitencias de las ráfagas de tiros. Los ingleses nos rodearon, organizamos un repliegue y subimos al monte Tumbledown después de atravesar un campo minado por nuestros infantes de marina. Llegamos a la cima a las cinco de la mañana y desde allí vi una bola de fuego volando sobre el mar y luego una gran explosión (era un misil exocet que habían tirado desde tierra y que había impactado en una fragata inglesa). Estábamos a escasa distancia de los ingleses, a no más de 40 metros. Yo recorría las posiciones y me protegía como podía. Un segundo antes de que cayera una granada de artillería, me zambullí en una cueva que había en el monte y milagrosamente salvé mi vida. Los ingleses subían por un acantilado y entonces pedí apoyo a la artillería. Por esos errores propios del caos de la guerra, una ráfaga impactó a algunos de mis hombres. Detecté un nido de ametralladoras, me puse a dispararles con mi fusil y logré suprimir el fuego.  Pero no el fuego del infierno que estábamos viviendo: ese continuaba. Designé al subteniente Franco, con 45, jefe de la retaguardia. Y en ese grupo se produjo la heroica actuación del soldado Oscar Poltronieri, quien se quedó con una ametralladora resistiendo fuego enemigo para que pudiéramos replegarnos. Gracias a él, en la noche del 13 al 14 de junio y en medio de una lluvia de balas, logramos avanzar hacia Puerto Argentino, donde nos enteraríamos de la rendición. Siempre me dijeron que hice mucho más de lo que se podía hacer pero, después de la guerra, me costó nueve años de mi vida poder entenderlo.

- ¿Cómo se rememora y cómo cree que debería recordarse hoy a Malvinas?  
- Se recuerda de dos maneras distintas. En Buenos Aires, con gran difusión mediática, se lo hace de una forma altamente politizada: una conmemoración llena de consignas, banderas diversas y oportunismo. El otro extremo se da en las escuelas del interior, donde se lo hace con un gran sentido patriótico, recordando a los que combatieron y a los que murieron, sin mezclar los elementos políticos que rodearon a la guerra. En esos meses en que estuvimos en Malvinas, la política no entraba en nuestras cabezas. Simplemente llegamos a las islas y debíamos defender a nuestro país. Recuerdo que un inglés, en Malvinas, me preguntó: ¿cuánto les pagaron a los soldados por venir aquí? "Nada -le contesté-: no les pagaron nada". "Entonces ustedes están locos", concluyó. Por eso creo que recordar a los ex combatientes como los "pobres chicos de Malvinas" resulta agraviante para esos "locos" que, sin pensar en las decisiones políticas que determinaban que ellos estuvieran allí, defendieron la Patria.
                           
© LA GACETA

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