El insoluble problema de los canes callejeros

El insoluble problema de los canes callejeros

07 Noviembre 2009
Se suele decir a menudo que el perro es el mejor amigo del hombre, frase que ha ganado universalidad des tiempos inmemoriables. Por ejemplo, "Argos", el perro de Ulises, quedó triste por la partida de su amo, sin embargo, lo esperó durante 20 años; al reconocerlo en el regreso a la isla de Itaca, se murió de alegría. Hubo otros perros que ganaron fama como Cerbero que con sus tres horribles cabezas custodiaba que ningún alma se escapara del infierno. Hubo otros canes que se erigieron por su valentía e inteligencia en estrellas cinematográficas, como Rin Tin Tin o Lassie. Otros, como Laika, una perra moscovita vagabunda, tuvo el único privilegio de convertirse en la "primera astronauta" en recorrer la órbita terrestre como tripulante del satélite artificial soviético Sputnik-2.
Pero al igual que sucede con los seres humanos, la mayoría de los canes no sólo no conoce la fama, sino que permanece en el anonimato. Los que peor vida llevan son los callejeros, que deambulan en busca de comida y afecto, y son a menudo víctimas de enfermedades.
De acuerdo con las últimas estadísticas del Centro de Adaptación y Reubicación Animal (Cenara), unos 50.000 animales conforman la población canina de nuestra capital. En mayo pasado, informamos que, como consecuencia de la castración de 2.000 hembras realizadas por la Municipalidad en 2008, se evitó el nacimiento de 20.000 canes. Por su parte, el subsecretario de Servicios Públicos de la Municipalidad había señalado en la oportunidad que el abandono de mascotas era cada vez mayor y que se necesitarían 10 años más con planes masivos de esterilización de machos y hembras para controlar la cantidad de animales domésticos que circulan por las calles.
La presencia de los canes vagabundos en el microcentro y en las plazas sigue siendo una constante. Algunos pasean por las galerías generando alguna inquietud entre los peatones. A diario se ven canes en las plazas Urquiza y San Martín, en esta última suelen atacar a los ciclistas y motociclistas. Para evitar las mordeduras, estos últimos deben realizar peligrosas maniobras.
Hay disposiciones que no se acatan porque la autoridad no las hace cumplir. Por ejemplo, en nuestra edición del 14 de noviembre de 2008, informábamos que el día anterior, los inspectores se instalaron hasta el mediodía en la plaza Urquiza donde iniciaron el control para que se cumpliera la ordenanza que exige a los propietarios y a los paseadores llevar a los perros con correa y bozal, y cargar con una pala y una bolsa con las que recoger los excrementos. Se señalaba que los municipales efectuarían dos días la supervisión en cada plaza del centro y luego de una campaña de concientización, comenzarían a aplicar multas de entre $ 200 y $ 1.000 a quienes no acataran la norma. Las inspecciones estaban a cargo de la Subsecretaría de Servicios Públicos municipal.
Lo concreto es que estos operativos de control y de toma de conciencia no se prolongaron en el tiempo, de manera que los ciudadanos pudiesen crear el hábito. Esta práctica suele ser muy común. Se lanza una normativa, pero esta no termina de imponerse por falta de constancia en la educación ciudadana y en la sanción. El problema adquiere ribetes entonces crónicos. De ese modo, las disposiciones se vuelven declarativas.
Cuando sucede algún ataque de un perro que provoca heridas de consideración a una persona o muere un niño como consecuencia de las mordeduras la clase dirigente sale de su letargo y reacciona cuando es demasiado tarde. Sobrevienen las acusaciones mutuas, sin embargo, nadie se hace responsable. La costumbre de iniciar un trabajo y dejarlo inconcluso a poco de comenzado, sólo conduce a que los problemas se vuelvan eternos. A juzgar por los hechos, da la impresión de que el tucumano no es el mejor amigo del perro.

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