Inglaterra, de Turner a Damien Hirst

Inglaterra, de Turner a Damien Hirst

Con dos exposiciones de arte, Inglaterra ratifica que el conservadurismo no le impide disfrutar del progresismo. Por Marcelo Gioffré - Para LA GACETA, Londres.

EN PLATINO Y DIAMANTES. For the love of God (Por el amor de Dios), de Damien Hirst -2007. EN PLATINO Y DIAMANTES. "For the love of God" ("Por el amor de Dios"), de Damien Hirst -2007.
16 Agosto 2009
El Reino Unido es, a simple vista, el epítome del conservadurismo: sigue existiendo la monarquía, continúan manejando con el volante a la derecha, mantienen la libra esterlina en lugar del Euro, sus unidades de medida son la milla, la pulgada y la libra, galerías londinenses como Burlington Arcade no cambian su impronta desde hace 200 años y los taxis anacrónicos y los ómnibus de dos pisos no abandonan sus clásicos formatos. ¿Qué podría ser más reaccionario? Sin embargo, es un país que, a contramano de esa tendencia aparente, no sólo disfruta de la mayoría de los adelantos de la modernidad sino que, además, es progresista y hasta revolucionario en su cosmovisión profunda.
La galería Tate Britain de Londres presentó esta temporada dos exposiciones que permiten, a mi juicio, despejar las incógnitas de esa presunta contradicción. Una es Turner and Rothko; la otra, Classified.
Al oír el nombre de Joseph M. W. Turner (1775-1851) uno tiende a pensar en un típico pintor figurativo de principios del siglo XIX, de modo que el diálogo simbólico con el expresionista abstracto Mark Rothko (1903-1970) resultaría, a priori, fruto de un forzamiento curatorial. Y es verdad que las primeras obras de Turner tienen ese sello realista. Bastaría pensar en Spithead: boat's crew recovering an anchor, de 1808, o Snow storm: Hannibal and his army crossing the alps, de 1812, obras que se asemejan a lo que, más o menos por la misma época, pero en España, pintaba Francisco de Goya. Y esta tendencia estilística perduró casi hasta el final de la vida del artista. Es más: si hubiera muerto a los 60 años, probablemente ése hubiera sido su único registro conocido.  
Sin embargo, después de 1840 se transformó en un pintor informalista o, con más precisión, neofigurativo. Obsérvese el salto ontológico de esa torsión: cuando aún no había llegado con toda la fuerza el impresionismo, que tuvo su punto culminante en la segunda mitad del siglo XIX, con Manet y Renoir, Turner produce una revolución tal que va más allá de lo que sería la siguiente corriente artística y se revela como el primer pintor abstracto, corriente que recién tendría su momento de gloria en la primera mitad del siglo XX. Obras como Rough sea, de 1840, o Sunrise with sea monsters, de 1845, son ejemplos nítidos: podrían pasar por pinturas de William de Kooning, Jean Dubuffet o Alberto Greco. Se adelantó casi un siglo. De modo que este deslizamiento de Turner hacia lo abstracto constituye una actitud vanguardista de primer orden, reveladora del espíritu profundo de un pueblo conservador sólo en apariencia.

Hacia la reflexión
En la otra exposición de la Tate, Classified, se destaca la instalación Pharmacy, de 1992, de Damien Hirst, que ahonda dos temas: el orden impuesto y los medicamentos como felicidad ortopédica, de invernadero, en el mundo moderno.
Consiste en una gran sala con estantes, un mostrador, sillas y matamosquitos en la cual hay infinidad de medicamentos clasificados y ordenados en un cosmos previsible y tranquilizador. Nos está hablando de la precaria felicidad química en la que está sumida hoy parte de la humanidad.
El artista es el mismo que hizo aquel tiburón preservado en formol, lo vendió en 10 millones de dólares y, cuando a su dueño se le pudrió, le dijo que hacía otro, y cuando alguien le sugirió que la obra era única Hirst replicó que sí, pero que la obra era la idea y no el objeto.
Admiro a Mario Vargas Llosa como uno de los grandes intelectuales de la actualidad, pero su reciente crítica a Hirst está apoyada en el desconocimiento del arte conceptual, en su anclaje en un tipo de arte cristalizado que lo blinda frente a las rupturas de las vanguardias. El sentido común y la pereza suelen rechazar los vértigos de lo incomprensible. Los museos ya no son lugares de contemplación, sino lugares de meditación, de reflexión, y el espectador debe estar predispuesto, no tener prejuicios y ser poroso a la irrupción de fenómenos difíciles de decodificar.
Los taxis londinenses mantienen la apariencia clásica, pero sus motores y sus cabinas corresponden a automóviles de última generación. Sus grandes artistas siempre se adelantan a su época y resultan, sucesivamente, incomprendidos, reinterpretados y bendecidos. Gran Bretaña mantiene la monarquía, pero su sistema político parlamentario es muy moderno y logra metabolizar con éxito todas las crisis. Produjo nada menos que la revolución industrial; la modista Mary Quant diseñó la minifalda en los años 60; los Beatles cambiaron de cuajo la música (lograron que Victoria Ocampo volviera de uno de sus viajes a Europa fascinada con ellos); y hasta inventaron el fútbol. Su cosmopolitismo es apasionante. Con el Big ben, el Tower Bridge y la Abadía de Westminster conviven sin fricciones el edificio huevo de Norman Foster, el fantástico Millennium Footbridge y el London Eye. Sin desconocer que el British Museum está repleto de piezas robadas, como los frisos y metopas del Partenón, dejemos para los progresistas de caricatura hablar de imperialismo y piratas.
Ahondemos, en cambio, su lección más tensa: Inglaterra, de Turner a Hirst, es conservadora en las formas, pero a la vez la más vanguardista en el fondo.
En ese dispositivo cultural que le permite ensamblar el orden y la libertad, la tradición y el progreso, la solidez de lo probado y la potencia de lo nuevo, estriba tal vez su sabiduría más íntima. © LA GACETA


Marcelo Gioffré - Escritor y periodista. Su último libro es "El Surmenage de las ideas".

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