Guillermo Cabrera Infante : "La pa­la­bra, en un guión, cum­ple una fun­ción muy po­bre"

Guillermo Cabrera Infante : "La pa­la­bra, en un guión, cum­ple una fun­ción muy po­bre"

26 Abril 2009
 El reportaje, como todo género literario, tiene sus reglas. Una de ellas sostiene que el entrevistador debe presentar al entrevistado con una cierta distancia que asegure la supuesta objetividad de la presentación. Lamento no poder cumplir con esta regla. Hace mucho tiempo que quería tener una charla con mi entrevistado y la razón es tan simple como evidente: en mi modesta opinión, él es el mejor escritor latinoamericano con el que jamás he conversado.
Guillermo Cabrera Infante, alias Caín, nació en Gibara, Cuba en 1929. En 1964 ganó el Premio Biblioteca Breve con su excelente novela Tres tristes tigres. Luego habría que esperar 15 años para disfrutar de uno de los mejores títulos que se han publicado en mucho tiempo: La Habana para un infante difunto. En 1985, acaso sintiendo que ya lo había hecho todo en castellano, escribió directamente en inglés Holy Smoke, logrando que su prosa fuera puesta a la altura de la de Conrad y Nabokov.
Antes, mucho antes, exactamente en 1963, Cabrera reunió las críticas cinematográficas que había firmado con el seudónimo de Caín y las publicó en forma de libro, dándole vida a su alter ego y convirtiéndolo en un heterónimo. Así nació Un oficio del siglo XX, quizá una de las mejores y más raras novelas que se hayan escrito en castellano. El año pasado, poco después que se cumpliera el tercer aniversario de su fallecimiento, apareció en España su novela inconclusa: La ninfa inconstante. El miércoles de esta semana, por último, se cumplieron 80 años de su nacimiento.
Este reportaje fue realizado con motivo de la salida en castellano de Puro humo, su propia traducción al castellano de Holy Smoke. Cabrera, entonces, vivía con su mujer, Miriam Gómez, y su gata Perdy, en Londres, exiliado de Cuba luego que se dio cuenta de que la Revolución se había convertido en una dictadura. Era mundialmente conocida la hospitalidad con la que recibía a los periodistas que iban a verlo desde los puntos más remotos del planeta, como también lo era su legendario sentido del humor, su amor por los juegos de palabras y su maestría en el arte de la digresión. Así, entonces, cuando apareció Perdy, no pudo resistir la tentación de contarme su historia.

- Hola, Perdy: ¿qué pasa? Viene a ver quién está de visita, porque es una gata muy curiosa, y además tiene mucha suerte. Mi hija la encontró perdida cuando trabajaba en Hollywood como productora de Andy García. En ese entonces sólo tenía seis o siete meses y estaba muy enferma; el veterinario le salvó la vida. Cuando mi hija decidió volver de California para vivir en Londres la pobre gata hizo todo ese largo viaje de más de 10 horas en avión. Después, como si esto fuera poco, tuvo que permanecer sola en esa absurda cuarentena de seis meses que hay acá en Inglaterra. Luego mi hija tuvo familia y la gata se puso neurótica porque ya no era la persona más importante del lugar. Entonces la heredamos nosotros y acá es la reina absoluta de la casa. Hace lo que quiere con mi mujer, consigue que se levante a las 4 de la mañana para darle de comer, por ejemplo. No sólo es la reina de la casa sino que lo sabe, y por eso hace todas esas apariciones y desapariciones, o se hace la dormida cuando no quiere que la molesten. Es una persona muy exigente. Y lo que ha conseguido de mi mujer no lo he conseguido ni yo en 30 años. Pensar que Miriam Gómez se iba a levantar a las 4 de la mañana para servirle el desayuno es increíble, y sin embargo lo hace todos los días. Además es una feminista. No, no es una broma, no te rías. Ella viene aquí cada vez que hay un invitado y si ve una mujer se acerca y se deja acariciar, pero a ti te vio la barba y se fue nomás.

- Veo que los animales siguen siendo muy importantes en su vida. ¿Es cierto que decidió que iba a ser escritor cuando un profesor suyo le relató la muerte del perro de Ulises en la Odisea?
- No, no fue exactamente así. Ahí fue donde yo empecé a interesarme en la literatura. No decidí ser escritor en ese momento. Recién estaba en tercer año del bachillerato y sólo me interesaban el beisbol y mirar a las muchachas, aunque no tenía acceso a ellas porque eran muy distantes. Además, era mi primera experiencia en una escuela mixta, ya que yo venía de una escuela pública que en esa época sólo eran de varones o de chicas. Y, por otra parte, yo era muy debilucho, flaco, poco atractivo, o sea que no sólo había una distancia afectiva sino también física, porque las chicas a esa edad ya son mujeres. Entonces yo iba a las clases de literatura griega y medieval, con este profesor que era muy elocuente, vagamente afeminado, ya que siempre se reservaba los papeles femeninos al interpretar alguna escena. Un día empezó a hablar de un hombre que después de largos viajes regresó a su casa y sólo fue reconocido por su perro. En esa época yo tenía un perro muy inteligente -yo siempre he tenido perros- y quizá por eso a mí me conmovió mucho esa historia, antes de saber que era la Odisea. Así que decidí que yo debía saber más de ese personaje, y entonces fui a la biblioteca del Instituto y me leí todo el libro. Recién después leí la Ilíada, que me pareció un libro abrumador, en el sentido de la violencia extraordinaria que había. Y ahí fue cuando abandoné esa vida que llevaba para educarme. En esa época tenía un grupo de amigos que eran verdaderos salvajes. Yo no sé por qué se asombran ahora en Norteamérica por los chicos que van a la escuela con pistolas; yo siempre los he conocido así, y ese era más o menos el grupo en el que yo estaba. Una vez me acuerdo que uno de mis compañeros pasó frente a mí casi cadáver porque había estado jugando a la ruleta rusa en la oficina de la Federación de Estudiantes. También me acuerdo de que dos conocidos míos mataron a un policía porque era de otro de los grupos políticos que había por entonces. De manera que esta relación que yo tenía con esa gente era de un machismo exacerbado, totalmente adverso a la cultura: a quién se le ocurre jugar a la ruleta rusa y creer que puede controlar el azar de esa manera.

El cine

- Usted mencionó a su hija, que trabajaba en Hollywood como productora de Andy García: ¿Ahí fue cuando escribió el guión de La ciudad perdida?
- Sí; el inmencionable. Pero igual podemos hablar de él; no hay temas prohibidos en esta casa. Yo escribí ese guión en 1990. En el 91 fui a Hollywood para discutirlo y después fui en otra ocasión para una reescritura. El problema es que ha pasado tanto tiempo que ya ni me acuerdo la relación que yo tenía con el guión. Porque con el cine se ha cumplido lo que yo leí una vez en una de las últimas novelas de Aldous Huxley que se llamaba Ape and Essence. El narrador era un guionista que en el principio del libro veía un camión que se llevaba un cargamento de guiones no realizados, y entonces se caía uno que él leía. A mí me impresionó mucho esto porque yo todavía no tenía una relación con el cine más que desde este lado de la pantalla, como espectador. A mí me pasaba como a Manuel Puig que decía: "Delante de la pantalla, todo; detrás de la pantalla, nada". Después tuve que tener otra relación porque cuando llegué a Londres todo el mundo venía a filmar acá por una ley laborista, y esa fue mi salvación. Yo justo caí acá en el 66 por puro azar, y me ofrecieron colaborar en un guión. Así empecé a escribir para el cine.

- ¿Usted está de acuerdo que el guión de Vanishing Point es su mejor aporte a la pantalla hasta hoy en día?
-Sí, puede ser. Es curioso que menciones esa película que ahora está de nuevo sobre el tapete, porque es la favorita del fotógrafo de La lista de Schindler, ahora también director. Y acaba de aparecer un largo artículo en el New York Times hablando de Vanishing Point. Y este hombre dice que todo el mérito es del director cuando en realidad esa película fue concebida por mí. Y también se habla mucho de las semejanzas con Easy Rider -que fue posterior-. A mí nunca me gustó lo que estaba haciendo el director, porque yo la había concebido como una película con un hombre con problemas adentro de un auto, y él pensaba que era un hombre adentro de un auto con problemas -que es otra cosa totalmente distinta-.

Novelas y autobiografías

- Volviendo a la literatura: ¿podría decirme si hay algo que le dio origen a la escritura de Tres tristes tigres?
-Sí, claro. Sucedió que yo tuve conocimiento de una cantante popular que no era muy conocida y que sólo cantaba en cafetuchos, hasta que finalmente consiguió hacer su debut en el cabaret de un hotel. Ahí cobró cierta popularidad, pero luego se fue a Puerto Rico y tuvo un accidente en el que murió. Cuando me enteré que había muerto -yo la había conocido bastante- quise determinar hasta qué punto iba a caer en el olvido si no se concebía su persona como personaje. Entonces empecé a escribir esa parte que en Tres tristes tigres se llama Ella cantaba boleros -también el título de una novelita que publiqué aparte pero en realidad extraída de TTT-. Además había ocurrido algo extraordinario que fue determinante para que yo me exiliara de Cuba. Me estoy refiriendo a la película que hizo mi hermano Saba Cabrera: PM. Entonces a mí se me ocurrió no sólo tratar de recobrar para la literatura el personaje de Freddy, la cantante, sino también hacer una especie de versión literaria de PM. Eso fue lo que resultó el primer capítulo de Ella cantaba boleros, que se publicó en el 61 en La Habana mientras yo estaba en una situación muy precaria, no económica gracias a que mi mujer Miriam Gómez era una actriz que trabajaba bastante bien, lo cual me dejaba a mí como una especie de chulo del socialismo. Hasta que decidieron mandarme lejos de La Habana, a Bruselas -que era una especie de Siberia-. Y ahí yo continué la escritura de Ella cantaba boleros y alrededor de eso construí TTT.

-Por esa época usted reunió sus críticas de películas que había publicado con el seudónimo de G. Caín y las compiló en su libro Un oficio del siglo XX. ¿Está de acuerdo que este libro es una suerte de extraña novela?
-Puede ser, aunque a mí me gusta llamarla formas de autobiografía más que novela. Formas de autobiografía de alguien que había sido crítico con otro nombre. Y yo me aproveché, por cierto, de los 2.000 años de historia que tenía el nombre de Caín, y que había gente en La Habana, especialmente mujeres, que me llamaban así, yo no sé por qué. Pero ese libro para mí básicamente intentaba demostrar que era imposible que existiera un crítico bajo la revolución, ya que sólo había un hombre libre en Cuba: Fidel Castro. Y no se podía disentir. Entonces pasó algo muy interesante. Apareció en La Habana una película curiosa rodada en México que se llamaba The wonderful country. El protagonista era un Robert Mitchum muy joven, haciendo el papel de un aventurero que quedaba atrapado entre dos jerarcas mejicanos llamados los hermanos Castro. Yo no creo que eso fuera totalmente casual. Creo que lo habían tomado porque era pintoresco. Cuando esa película se estrenó en La Habana todavía no había un control absoluto de lo que se tenía que decir. Varios críticos que comentaron la película lo hicieron favorablemente, pero los que no atacaron la idea de que los hermanos Castro eran unos forajidos la pasaron muy mal y tuvieron que dar todo tipo de explicaciones. Ahí fue cuando concebí la idea de que era imposible que un crítico conviviera con tal régimen. Entonces decidí matar al crítico. Y de ahí nació la idea de que ese crítico fuera una suerte de alter ego y que tuviera una cierta autonomía. Y así surgió todo ese juego que yo establecí en Un oficio?, al que por cierto considero mi primer libro, quizás porque fue la primera vez que pude usar el humor sin problemas.

-Pero Caín, considerando los guiones que usted firmó luego con ese nombre, parece haber seguido vivo, ¿no?
-Sí, seguro que te refieres a Wonder Wall, una comedia que resultó ser totalmente aburrida, y que lo mejor que tenía era la música escrita por George Harrison. Eso fue en el año 68, y en el 69 escribí el guión de Vanishing Point. Así que Caín siguió vivo a pesar mío. Luego escribí un guión para Joseph Losey basado en Bajo el Volcán, de Malcolm Lowry. Entonces Losey, cuando vio firmada por Caín la primera versión que le presenté, me dijo que lo desechara porque se parecía demasiado al apellido de Michael Caine, al que consideraba un mal actor. Así fue como firmé ese guión y el de La ciudad perdida con mi nombre -que paradójicamente son los dos guiones que no se filmaron-. (Nota: Luego este guión sí se filmaría en 2005) Es como si hubiera una voluntad de perpetuar a Caín y rechazar al autor. Eso pasa cuando uno juega con los alter egos, a los que siempre les gusta rebelarse.

-¿Qué es para usted La Habana para un infante difunto, además de un homenaje a la ciudad que le da título y una gran novela?
-Bueno, gracias por el piropo. Para mí lo que es interesante en ese libro es que es una especie de versión fallida de Don Juan. Me interesaba mucho este personaje que fracasa siempre. La prehistoria de este libro se puede decir que nació de algo que me pareció absolutamente increíble desde el punto de vista de un viajero, y es que en España se había producido lo que se dio en llamar "El destape". Así, bajando por la Gran Vía, en Madrid, uno se podía cruzar con mujeres que vestían transparencias, a las que se les veían todos los pechos. Entonces un editor de revistas argentino me pidió que escribiera un relato erótico, y a mí el único relato erótico que me salió fue luego uno de los capítulos de La Habana para un infante difunto. Entonces mi mujer me dijo: "¿Por qué tú malgastas todo eso mandándolo a una revista y no escribes algo en serio?". Me di cuenta de que Miriam Gómez tenía razón y ahí empecé a hacer todo el resto del libro, que en ese momento tenía otro nombre, porque siempre necesito trabajar con un nombre cuando escribo. Así, cuando surgió el título actual, reescribí todo el libro. Este título fue una elaboración totalmente inconsciente; a André Bretón eso le hubiera gustado.

- ¿Le sirvió como escritor todo el trabajo que realizó durante tanto tiempo como guionista?
- No, al contrario, me lastró mucho, porque yo estaba acostumbrado a usar la palabra como el único vehículo posible para describir situaciones, y eso no funciona con el cine. Además, descubrí una cosa interesante desde el punto de vista laboral, y es que ningún director sabía leer, en el sentido que tú y yo entendemos por lectura. La palabra, en un guión, cumple una función muy pobre que es la de la mera servidumbre. No hay que olvidar que el fin nunca es el guión, sino tan sólo el medio para llegar a la película. Y justamente lo más difícil del guión es que se convierta en película. Eso lo aprendí con La ciudad perdida. De cada diez guiones que se someten a consideración, sólo uno llega a ser película.
© LA GACETA

Marcelo Damiani ? Novelista, ensayista
y crítico de cine. Premio Fondo Nacional
de las Artes 98.

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