La sociedad argentina fomenta la avivada

La sociedad argentina fomenta la avivada

Punto de vista I. Por Nicolás Zavadivker. Filósofo - Autor de "Una ética sin fundamentos".

09 Noviembre 2008

Son muchas las causas que concurren en la actual crisis moral e institucional que aqueja a la Argentina. Una de ellas es la proliferación de actos inspirados en la llamada viveza criolla, esa astucia para la chantada a la que tantas veces nos referimos con curioso orgullo.
La viveza busca el provecho propio recurriendo al medio más eficaz para realizar sus fines, sin reparar en la moralidad de ese medio. Así, en tanto que pretende adueñarse de lugares que no le corresponden, suele atentar o contra el principio de igualdad, como cuando saltea una cola en un banco, o contra el de mérito, como cuando obtiene un cargo público sin otra razón que la de un parentesco (a menos que se considere, claro está, que tener un familiar bien ubicado es una especie de mérito del que cabe presumir).
La motivación de la viveza debe buscarse en el egoísmo, que persigue el bien propio con indiferencia de si redunda en un mal ajeno. Para actuar con éxito, la viveza coloca la inteligencia -productora de los más altos logros de la especie- al servicio de intereses individuales, obteniendo una imagen pobre y deformada del mundo, que no obstante le permite conducirse. Para alcanzar sus fines, esa sofisticación del egoísmo que es la viveza se ve forzada a otorgarle un lugar al conocimiento, pero sólo en la medida en que este le resulta útil para manipular.
La viveza no es mala solamente por los males que produce en forma inmediata, sino también por sus efectos corrosivos sobre las personas morales. Así, quien intenta ayudar a alguien y se ve estafado en su buena fe posiblemente se hará desconfiado y reticente a preocuparse por los demás, retrayéndose a la seguridad de su núcleo íntimo. Y cuando el avivado sortea con éxito sus obligaciones y maximiza sus beneficios, las personas aún dispuestas a regirse por principios suelen sentirse tontas, y muchas veces terminan resignándose a imitar las estrategias del pícaro.
Hay al menos dos formas en que la sociedad argentina fomenta la avivada. En primer lugar, considerándola una suerte de virtud (digamos: una forma exitosa de conducirse en la vida), cuando desde el punto de vista del interés social y de la moral constituye un defecto. Esta convalidación de la viveza puede corroborarse desde el guiño cómplice ante una coima hasta en la admiración incondicional por quienes alcanzaron el panteón de los ricos y famosos, independizando ese logro de los oscuros medios por los que algunos lo alcanzaron. No faltan las expresiones sociales que reflejan (y promueven) esa valoración: desde el viejo Vizcacha y sus consejos cínicos hasta el pequeño chanta que tanto nos simpatiza inmortalizado por Alberto Olmedo.
En segundo lugar, la fuente de la inobservancia de las reglas debe buscarse en el propio Estado y en las instituciones. Estos a veces generan una presión tan asfixiante que fomentan en el individuo la búsqueda de una alternativa personal que mitigue el calvario. Tal es el caso, por ejemplo, de una exigencia impositiva desmedida, o de algunos trámites interminables o que exigen requisitos cercanos a la sinrazón. Dadas estas situaciones, en las que el individuo percibe su desobediencia como un acto de justicia, lo razonable es modificar los aspectos opresivos del sistema, a través de un adecuado rediseño institucional.
Una última advertencia: dada la hipocresía reinante, es sano desconfiar del lugar desde el que se fustiga estos comportamientos. Lamentablemente, muchas veces la queja contra la corrupción se realiza desde el resentimiento de quien no ha podido entrar en el arreglo. En ese caso, lejos del aura de moralidad que invoca la denuncia, esta resulta ser una expresión tan negativa de legitimación de la viveza como aquella a la que simula oponerse.

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