Por los chicos

13 Ago 2016
1

Por los chicos

Es difícil pronunciarse en contra de los esfuerzos que los adultos hacen por los más chicos. Ser padres constituye, además de una fuente de satisfacciones, una gran responsabilidad: estar a cargo del cuidado físico y emocional de una persona -desde la total indefensión de su llegada a este mundo, hasta el logro de su autonomía- no es cualquier tarea. Por eso es tan común que las parejas que no se llevan bien y tienen hijos, intenten de mil maneras permanecer juntas “por el bien de los chicos”. Se trata, desde luego, de una postura amorosa, sensata y responsable, sobre todo cuando hay hijos muy pequeños, y aún está presente el afecto y el deseo de compartir un proyecto de vida. 

Pero no pocas veces esta decisión se convierte en una cruzada impulsada por el miedo, la culpa y el sentido del deber, que se sostiene hasta límites extremos de frustración e infelicidad para uno o ambos miembros de la pareja (con consecuencias nocivas para la familia toda).

La presión social

En los hogares infelices no siempre existe un clima de explosiones de ira, peleas y gritos. A veces lo que se respira es una atmósfera de desconexión, frialdad e indiferencia. Desde afuera hasta pueden parecer una pareja ideal y afortunada, “con todo para ser felices”: hijos, trabajo, una linda casa, auto, vacaciones frecuentes…

Lo cierto es que la presión social opera como un fuerte agente de mantenimiento para que estos vínculos disfuncionales se sostengan. Y es que lo social gravita en nosotros, mucho más de lo que estamos dispuestos a reconocer. Esta variable adopta diferentes formas, desde las convicciones religiosas y las fantasías de indefensión, hasta los temores económicos, la pérdida de los grupos de pertenencia o el famoso “qué dirán”.

Estigma de “hogar roto”

Arnold Lazarus, el célebre –ya fallecido- terapeuta de parejas sudafricano, analiza la creencia popular que sostiene que “un matrimonio infeliz es mejor que un hogar roto”. Esta expresión –“hogar roto”- todavía se escucha, cargada de prejuicios y asociaciones negativas.

“Un hogar roto invoca imágenes de descuido, confusión, abandono, rechazo, desaprobación y otras innumerables desgracias”, señala Lazarus. Tal es así que “se ha culpado a los hogares rotos por la delincuencia, la adicción a las drogas y crímenes que van desde los pequeños hurtos hasta el asesinato en primer grado”. No es de extrañar entonces que muchos adultos, si sólo pueden ver dos posibilidades -hogar roto y hogar infeliz-, opten por la segunda, cueste lo que cueste. Para estas personas, el divorcio equivale a un estigma, una prueba de su fracaso personal y un trauma inevitable para los hijos. ¿Cómo hacerles eso a quienes más quieren?

Pero paradójicamente, afirma Lazarus, “cuando una pareja se sostiene por el bien de los chicos, los chicos quedan desamparados”, porque “si son los hijos el pegamento básico que mantiene a dos personas juntas, sus necesidades emocionales suelen estar desatendidas”.

Quizás por eso es que muchos adultos que han transitado su niñez en estas difíciles condiciones afectivas, refieren en terapia que al principio temían que sus padres se separaran, pero que, llegado un punto, empezaron a temer que nunca lo hicieran.

Comentarios

Psicóloga, sexóloga clínica y colaboradora de LA GACETA desde hace más de 10 años.