Sexo y vulnerabilidad
Cuando una persona consulta a un profesional por
una disfunción a nivel sexual –deseo bajo o ausente, problemas para alcanzar el
orgasmo, para conseguir o mantener una erección, eyaculación rápida, dolor
coital, etc.-, son numerosos los mapas que es necesario desplegar para explicar
lo que está ocurriendo y, desde allí, diseñar una estrategia orientada a
mejorar la situación del que sufre.
El factor orgánico en algunos casos puede ser muy claro: el efecto de ciertos medicamentos, los problemas asociados a una enfermedad crónica, las consecuencias no deseadas de una intervención quirúrgica, por nombrar sólo algunos. Sin embargo, es un hecho comprobado que estas cuestiones de orden físico nunca se encuentran en estado químicamente puro. Porque una vez que se manifiestan, no tardan en impactar a nivel psicológico, provocando perturbaciones emocionales de variada intensidad, que colaboran al mantenimiento del síntoma.
El pasado presente
Pero con frecuencia las cuestiones que han
conducido al problema sexual no están tan claras ni tan cercanas. Sobre todo en
los muchos casos en que se trata de situaciones estresantes que no se ubican en
el contexto actual de la persona, sino en el pasado. No en un pasado remoto
-que involucre chupetes rosas o celestes- pero sí en relación a acontecimientos
ocurridos dos o tres años atrás, que el paciente difícilmente vinculará de
entrada con lo que le está ocurriendo. La muerte de un ser querido, el cierre
del negocio familiar, un asalto, una infidelidad, la enfermedad de un hijo, el
alejamiento de un amigo, una mudanza, un despido, una crisis de fe… circunstancias
como estas –e incluso otras mucho más sutiles- provocan estrés en las personas,
las confrontan con los límites, los duelos, las pérdidas, la angustia, la
necesidad de adaptarse y, también, de salir adelante de alguna manera.
Enfrentar el dolor
Como un boxeador que mientras está arriba del ring no puede detenerse a sentir el dolor de cada golpe que recibe, sino que debe esperar a que termine la pelea… frente a las situaciones de estrés no es de extrañar que, recién cuando las aguas se hayan calmado (a veces mucho tiempo después), el cuerpo encuentre que es un buen momento para expresarse y cobrarnos los malos ratos que ha pasado. Y la sexualidad es, sin duda, uno de los aspectos más vulnerables en este sentido: son pocos los casos en los que no se verá, de un modo u otro, afectada.
Pero, ¿cómo conjurar esta vulnerabilidad de lo
sexual frente a lo inevitable del sufrimiento como parte de la vida?
Lamentablemente, muchas personas llegan a la adultez habiendo perfeccionado los
mecanismos y artilugios para negar o sacarse de encima el dolor lo antes
posible (obturándolo con pastillas, con alcohol, con cosas, con gente, con
trabajo, con distracciones, con racionalizaciones y excusas…). Es probable que
la respuesta se encuentre entonces en un hábito opuesto: en sencillamente -o no
tanto- hacerle lugar a ese sufrimiento cada vez que aparece. Ni más ni menos
que aceptar y ponerle nombres a la tristeza, a los temores, a la desilusión o
al vacío que acompañan los momentos críticos de nuestro camino por la vida.