04 Oct 2015
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Besarse, un hábito tan frecuente en casi todas las culturas humanas, es, en realidad, algo bastante extraño en el resto de la naturaleza. Si bien muchas especies se lamen y se olfatean, sólo los seres humanos y unos chimpancés pigmeos -los bonobos- practicamos el beso con fines amorosos. Así lo afirma el escritor y divulgador científico español Pere Estupinyà, quien dedica buena parte de su obra “La ciencia del sexo” a analizar este fenómeno.

Muchos antropólogos consideran que los besos constituyen simplemente una costumbre cultural y relativamente moderna. Otras posturas la vinculan con resabios del compartir la comida entre madres e hijos directamente desde la boca (como lo hacen algunos animales o ciertas tribus ancestrales). En lo que sí concuerda la mayoría de los investigadores es en que el beso ha cumplido un papel importante desde un punto de vista evolutivo. Esto explica que nuestros labios estén orientados hacia afuera y que sean más gruesos en proporción que en el resto de los animales. También el hecho de que allí confluyan tantas terminaciones nerviosas y que su representación a nivel cerebral ocupe un espacio importante. Del mismo modo que no es casual que tendamos a considerar los labios carnosos como más atractivos que los que no lo son (para beneficio de los cirujanos plásticos).

Pero, ¿dónde radicaría esta importancia evolutiva de labios y besos? Algunas hipótesis sugieren que los labios atraen por su parecido con los genitales femeninos y también por estar ubicados en el lugar visual que éstos y otros órganos ocupaban cuando andábamos en cuatro patas. En efecto, antes de la bipedestación, la vagina, el pene, los testículos, el ano, las nalgas, estaban a la vista. Operaban como verdaderos disparadores sexuales. El cambio de postura –un hecho clave en la historia de nuestra evolución- hizo que estas partes del cuerpo pasaran a estar ocultas. Por eso no es para nada ingenuo que muchas mujeres se encarguen de mantener sus labios siempre húmedos mediante pinturas y brillos.

Existen teorías que conectan, en cambio, el ritual de los besos con reminiscencias de la lactancia materna. Pero quizás la más plausible es la que sostiene que se trata de un comportamiento evolucionado a partir del sentido del olfato. Como una manera más sofisticada de comprobar que ése a quien besamos es un buen ejemplar con el cual procrear. Así, el beso no habría tenido originalmente el objetivo de excitar, sino más bien el de eliminar candidatos malos, enfermos o demasiado parecidos genéticamente a nosotros.

La química del beso 

Está demostrado que luego de un beso disminuye el cortisol -la hormona del estrés– y aumenta la oxitocina –la hormona del apego- de manera que gran parte de esa “magia” adjudicada a los besos tiene que ver con un bienestar de orden químico. Se segregan las placenteras endorfinas, sube la adrenalina, aumenta la presión sanguínea, se dilatan las pupilas, el ritmo cardíaco y la respiración se aceleran, y el volumen de oxígeno en sangre se incrementa. Toda una revolución corporal que, como es lógico, nos hace sentir más energizados.

Hay evidencias de que un beso largo y apasionado incrementa el deseo en las mujeres (para las heterosexuales esto puede estar fundamentado en el hecho de que la saliva de los varones contiene testosterona). Otro disparo químico que acontece con los besos es la segregación de dopamina: una hormona implicada en la sensación de placer, de motivación y de búsqueda de novedad, que genera ansiedad y el deseo de besos cada vez más frecuentes.

Más allá de estos curiosos datos científicos, es innegable que hay personas con quienes –sin saber conscientemente por qué- no hay química a pesar de las buenas expectativas que tengamos. Algo que muchas veces se comprueba con el primer beso. De allí que este ritual de iniciación sea considerado un momento crítico y definitorio en el comienzo de toda historia amorosa.

 

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Psicóloga, sexóloga clínica y colaboradora de LA GACETA desde hace más de 10 años.