El beso
Besarse, un hábito tan
frecuente en casi todas las culturas humanas, es, en realidad, algo bastante
extraño en el resto de la naturaleza. Si bien muchas especies se lamen y se
olfatean, sólo los seres humanos y unos chimpancés pigmeos -los bonobos-
practicamos el beso con fines amorosos. Así lo afirma el escritor y divulgador científico
español Pere Estupinyà, quien dedica buena parte de su obra “La ciencia del
sexo” a analizar este fenómeno.
Muchos antropólogos
consideran que los besos constituyen simplemente una costumbre cultural y
relativamente moderna. Otras posturas la vinculan con resabios del compartir la
comida entre madres e hijos directamente desde la boca (como lo hacen algunos
animales o ciertas tribus ancestrales). En lo que sí concuerda la mayoría de
los investigadores es en que el beso ha cumplido un papel importante desde un
punto de vista evolutivo. Esto explica que nuestros labios estén orientados
hacia afuera y que sean más gruesos en proporción que en el resto de los
animales. También el hecho de que allí confluyan tantas terminaciones nerviosas
y que su representación a nivel cerebral ocupe un espacio importante. Del mismo
modo que no es casual que tendamos a considerar los labios carnosos como más
atractivos que los que no lo son (para beneficio de los cirujanos plásticos).
Pero, ¿dónde radicaría
esta importancia evolutiva de labios y besos? Algunas hipótesis sugieren que
los labios atraen por su parecido con los genitales femeninos y también por
estar ubicados en el lugar visual que éstos y otros órganos ocupaban cuando
andábamos en cuatro patas. En efecto, antes de la bipedestación, la vagina, el
pene, los testículos, el ano, las nalgas, estaban a la vista. Operaban como
verdaderos disparadores sexuales. El cambio de postura –un hecho clave en la
historia de nuestra evolución- hizo que estas partes del cuerpo pasaran a estar
ocultas. Por eso no es para nada ingenuo que muchas mujeres se encarguen de
mantener sus labios siempre húmedos mediante pinturas y brillos.
Existen teorías que
conectan, en cambio, el ritual de los besos con reminiscencias de la lactancia
materna. Pero quizás la más plausible es la que sostiene que se trata de un
comportamiento evolucionado a partir del sentido del olfato. Como una manera
más sofisticada de comprobar que ése a quien besamos es un buen ejemplar con el
cual procrear. Así, el beso no habría tenido originalmente el objetivo de
excitar, sino más bien el de eliminar candidatos malos, enfermos o demasiado
parecidos genéticamente a nosotros.
La química del beso
Está demostrado que
luego de un beso disminuye el cortisol -la hormona del estrés– y aumenta la
oxitocina –la hormona del apego- de manera que gran parte de esa “magia”
adjudicada a los besos tiene que ver con un bienestar de orden químico. Se
segregan las placenteras endorfinas, sube la adrenalina, aumenta la presión sanguínea,
se dilatan las pupilas, el ritmo cardíaco y la respiración se aceleran, y el
volumen de oxígeno en sangre se incrementa. Toda una revolución corporal que, como es lógico, nos hace sentir más
energizados.
Hay evidencias de que
un beso largo y apasionado incrementa el deseo en las mujeres (para las
heterosexuales esto puede estar fundamentado en el hecho de que la saliva de
los varones contiene testosterona). Otro disparo químico que acontece con los
besos es la segregación de dopamina: una hormona implicada en la sensación de
placer, de motivación y de búsqueda de novedad, que genera ansiedad y el deseo
de besos cada vez más frecuentes.
Más allá de estos
curiosos datos científicos, es innegable que hay personas con quienes –sin
saber conscientemente por qué- no hay química a pesar de las buenas
expectativas que tengamos. Algo que muchas veces se comprueba con el primer
beso. De allí que este ritual de iniciación sea considerado un momento crítico
y definitorio en el comienzo de toda historia amorosa.