Sexo y religión

16 May 2015
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El aprendizaje acerca del sexo comienza, de modo inexorable y como por ósmosis, en el seno de nuestra familia. Con la fuerza de lo afectivo y de la autoridad que representa para todo chico cuanto proviene de sus padres, lo que ellos dicen (o callan), sus gestos, conductas, actitudes y reacciones –tanto como su propia vivencia de lo sexual- comunican, explícita o implícitamente, su mirada sobre el sexo y así, van formando la nuestra. Estas enseñanzas y principios proceden, en buena medida, de sus creencias religiosas.

Consecuentemente, una parte fundamental del proceso de autoconocimiento que requiere la construcción de una vida sexual satisfactoria, consiste en reflexionar acerca de cómo ha influido la formación religiosa que hemos recibido en nuestra actitud frente al sexo. Y poder deslindar lo que revalidamos como propio y satisfactorio, de lo meramente heredado por inercia.

El contexto familiar

El panorama más sano y promisorio involucra a grupos religiosos y contextos familiares con una mirada tolerante, flexible y amorosa respecto de la sexualidad humana.

Sin embargo, existen personas que proceden de familias con una religiosidad demasiado rígida, encarnada en padres con una visión moral y sexual muy restrictiva. No es raro que en estas condiciones se vaya gestando, de a poco, la percepción del sexo como algo impuro, malo y peligroso. Que debe circunscribirse a límites estrechamente estipulados: el matrimonio y/o la procreación. En su versión más tajante, sintetizados en esa severa y anacrónica admonición que exige que “una persona religiosa no debe gozar del sexo, sólo debe procrear”.

Bajo este supuesto, los pensamientos y actividades sexuales que se apartan de los mencionados límites, son pecaminosos y pueden ser castigados. “Sucumbir” genera, en consecuencia, culpa, temor y ansiedad. Es evidente que las huellas de este círculo vicioso no desaparecen, como por arte de magia, luego del casamiento. Sobre todo en los casos más extremos o que involucran a personas muy sensibles, dependientes, inseguras o especialmente culposas.

¿Religión = represión?

La religión no es un sinónimo de represión. Todo lo contrario: “Ama y haz lo que quieras”, dijo San Agustín. Sin embargo, el hecho de que el factor religioso sea invocado a menudo dentro de las hipótesis causales de las disfunciones sexuales, obedece sencillamente a que los mismos pacientes –herederos de una prejuiciosa y tergiversada moralidad- suelen mencionarlo en las consultas.

Se trata, sin duda, de un mal entendido. En rigor de verdad las creencias religiosas en sí mismas no tienen por qué interferir en la satisfacción sexual. De hecho, lo que representa un obstáculo para una vida sexual sana y gozosa no es una doctrina concreta –como ser la convicción de que es importante la abstinencia sexual hasta el matrimonio-, sino más bien la manera en que algunos grupos religiosos inculcan desde su fanatismo estos valores. Con mensajes negativos, plagados de mitos y errores, que confunden y atemorizan.

Carne vs. espíritu

Es innegable que una tradición de siglos ubicó al cuerpo, sus impulsos y deseos –especialmente los sexuales- como la fuente de innumerables males y sufrimientos. La “carne”, enemiga del “espíritu”, despojada de atributos divinos, convertida en lo más bajo del ser humano. Fuente de debilidades distractoras de lo esencial. Una concepción que, aunque parezca arcaica y perimida, habita todavía en nosotros como un arquetipo inconciente del que debemos –tarde o temprano- aprender a despojarnos.

Al respecto, la sexóloga argentina María Luisa Lerer, con gran sabiduría, ha expresado: “Realmente el hombre se realiza a través del amor, y el amor no es algo abstracto: se siente con el cuerpo. Quizás la única inmoralidad, si es que la hubiera de forma rígida, sería la falta de amor”.

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Psicóloga, sexóloga clínica y colaboradora de LA GACETA desde hace más de 10 años.