14 Mar 2015
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Dice un saber popular: “Si te casás, te vas a arrepentir; si no te casás, te vas a arrepentir”. Y encierra un gran acierto: es innegable la maravillosa oportunidad de crecimiento que ofrece un proyecto vital compartido, pero también es verdad que esta elección -como cualquier otra- implica renuncias, cambios, reacomodamientos.

¿Por qué se casan los que se casan? ¿Hasta qué punto dar este paso favorece la permanencia de la pareja, la duración del amor, la evolución personal de los cónyuges?

Efectivamente, existen muchos motivos para llegar a los papeles (o al altar). Algunos más auspiciosos que otros. Quizás el escenario menos promisorio sea aquel donde una de las partes se siente presionada por su pareja -o por el entorno- para “concretar” de una vez por todas. Como es lógico, los matrimonios que se originan en una decisión libre y mutuamente acordada y que responden, así, a decisivas motivaciones internas -“realmente lo/a amo”- presentan un mejor pronóstico que aquellos que lo hacen por mandatos y condicionamientos. Guiados por esa suerte de inercia sociocultural heredada -que cuenta todavía con una insospechable cantidad de adeptos- y que lleva a las personas a hacer elecciones impulsadas más por un “sentido del deber”, que por un genuino y conciente deseo de comprometerse.

Mala palabra

La palabra “casamiento” continúa irradiando una pesada carga negativa, un lastre, una mochila: pérdida de libertad, de sitios propios, más responsabilidades, menos gratificaciones, etc. Los modelos cercanos poco felices -padres, parientes, amigos- han conducido más de una vez a este escepticismo romántico. Del mismo modo que no son pocas las mujeres que todavía lo asocian con antiguas ideas y prácticas de sumisión y dependencia. Y en un sentido no están tan erradas: el clásico ritual religioso donde el padre “entrega” a su hija a otro varón tiene, como es evidente, una connotación bastante machista.

Pero incluso la gente que se casa y se siente comprometida con esta institución es apenas un poco menos proclive que el resto a terminar divorciada (o a tener una relación desdichada). Además, si bien hacer promesas ante la ley de Dios o de los hombres puede mantener a dos personas “atadas”, esto no garantiza que permanezcan emocionalmente unidas. De hecho, hay una gran cantidad de gente comprometida con el matrimonio como institución que, paradójicamente, no está tan comprometida con la persona con la que se ha casado.

Se ha sugerido que cuando una mujer se resiste a casarse esto no significa que no ame a su pareja. Sino que esta resistencia se debe a una necesidad profunda de mantener su condición de “independiente” (aun cuando esté convencida internamente de que la relación es para siempre). Diferente al caso de los hombres: cuando él es quien rechaza el matrimonio es probable que no esté del todo enamorado y que las dudas tengan que ver con casarse con esa determinada pareja. Algo similar ocurre cuando un hombre dice no querer tener hijos.

Los famosos nervios previos al casamiento tampoco deben minimizarse: pueden estar mostrando que las verdaderas razones del compromiso no están muy claras o que son poco convenientes (“no puedo cortar con él/ella en este momento”, “no casarnos en estas circunstancias estaría mal”, “el casamiento ayudará a que la relación mejore”, etc.). 

Una relación amorosa siempre se beneficia cuando ambas partes sienten que hay un futuro. Esta proyección suma, aporta, enriquece: se instaura como una apuesta evolutiva, desafiante, que estimula y genera en la pareja una sensación de seguridad y los lleva a hacerse concientes de la importancia de cuidar la relación y al otro. En una palabra, los inclina a comportarse de manera más constructiva, lo cual aumenta las posibilidades de permanecer juntos. Planteado en estos términos, el casamiento “trae ventura”, como diría el I Ching. Puede, en efecto, aportar grandes beneficios tanto para la pareja y su vínculo como para cada uno de los contrayentes. Lo importante es saber que están prometiéndose mutuamente lo mismo y que lo están haciendo de manera sincera.

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Psicóloga, sexóloga clínica y colaboradora de LA GACETA desde hace más de 10 años.