Mitos femeninos

31 Ene 2015
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En su libro “Sexualidad femenina. Mitos, realidades y el sentido de ser mujer”, la sexóloga argentina María Luisa Lerer desarrolla una serie de mitos que, durante siglos, han condicionado a las mujeres y su relación con el erotismo. Verdaderos malentendidos que han empobrecido la vivencia de lo sexual, generando temores y culpa, atentando contra su autoestima y entorpeciendo su legítimo derecho a disfrutar. Creencias muy arraigadas y por lo tanto sostenidas desde múltiples discursos culturales, que están muy lejos de haberse erradicado, a pesar de los innegables avances que ha habido al respecto, desde la revolución sexual de los sesenta hasta hoy.

Para vestir santos

Una de estas falacias, presente sobre todo en las sociedades más tradicionales –como la nuestra- es aquella que sostiene que “si una mujer no se casa es una fracasada en su vida”.

Muchos dirán que se trata de una afirmación absurda. Que los destinos vitales de una mujer son infinitos y que así como abundan ejemplos de solteras que se sienten muy satisfechas con sus vidas, un número considerable de esposas experimentan justo lo contrario. Aunque esto es cierto, todos hemos presenciado diálogos y situaciones que revelan que tal mandato cultural todavía anda vivito y coleando, haciendo estragos en el ánimo de muchas.

Origen del mito

La antiquísima dependencia de las mujeres respecto del género masculino tiene, según algunas teorías, un origen biológico. En tiempos prehistóricos, donde las adversidades eran muchas y ganarse la comida implicaba salir a cazar, es decir, tener fuerza y resistencia, la mayor fragilidad física de la mujer la confinó a cierta inmovilidad. Lo mismo que su capacidad para gestar y amamantar (única garantía de la supervivencia de las nuevas crías). Estas razones pusieron a la mujer en una posición paradójica. Por un lado, con el privilegio de no necesitar esforzarse para obtener alimentos y, por otro, en un vínculo de sumisión respecto de los hombres, de quienes dependía para sobrevivir.

Es probable entonces que esta situación primitiva -a modo de arquetipo inconciente- explique el hecho de que, durante siglos, el matrimonio haya sido considerado el destino único y supremo de una mujer. Sin el cual no había amor posible, ni hogar, ni comida, ni gratificaciones. Casarse se convirtió en el pasaporte a la vida social. Eso sí, siempre bajo el cuidado del varón, especie de tutor o garante. De ahí que, como expresa Lerer, hasta no hace demasiado tiempo “una joven que permanecía soltera era despreciada y conmiserada por su comunidad y pasaba a ejercer un puesto de segunda en su casa paterna o en hogares ajenos”. Recordemos al respecto a la miserable solterona interpretada por Glenn Close en “La casa de los espíritus”. La sanción –se especula- era tan ineludible que muchas buscaban librarse de estos yugos ingresando a un convento.

¿Cuántas mujeres jóvenes, aún en la actualidad, “hacen tiempo” en trabajos poco ambiciosos o ejercicios profesionales mediocres, esperando que venga otro a darles un sentido a sus días e incluso a proveerles el tipo de vida que aspiran tener? ¿Y cuántas no renuncian, incluso, a un matrimonio desdichado porque, como decía el libro de Viviana Gómez Thorpe, “no seré feliz, pero tengo marido”?

La caza

Como contrapartida, el hombre que todavía no se ha casado -incluso después de la cuarta década- suele ser considerado casi un héroe entre sus amigos. Un ganador que goza de toda la libertad porque ha sabido escurrirse del compromiso, incólume a los ardides femeninos. Y, para las mujeres, un soltero codiciado. Ni más ni menos que el caso del emblemático “Mr. Big” que tanto le costó atrapar a Carrie en “Sex and the city”.

Esta desigualdad es también responsable de que, a lo largo de la historia y de manera más o menos explícita, las mujeres hayan sido instruidas en desarrollar las virtudes y artilugios necesarios para “enganchar” un buen marido.

Es innegable que la vida en pareja es una oportunidad privilegiada para crecer y evolucionar. Enamorarse es algo maravilloso. Y apostar a ese amor mediante un proyecto común es una elección a la que todos tenemos derecho. Sin embargo -y como bien sentencia Lerer- “considerar que no contraer matrimonio es un signo de fracaso, es tan absurdo como pretender, por el contario, que la mujer liberada no debe llegar jamás al altar”.

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Psicóloga, sexóloga clínica y colaboradora de LA GACETA desde hace más de 10 años.