Sobre las Selfies

13 Ago 2016
1

La supermodelo sudafricana Candice Swanepoel es una de las adeptas a las Selfies.


Quizás la Selfie más antigua sea aquella última imagen que vio Narciso en el agua de la fuente donde se precipitó para siempre, cuando Némesis lo castigó por haber despreciado el amor de esa ninfa hermosa, demasiado elocuente, barroca y verborrágica, llamada Eco.

Aunque esa imagen del joven griego enamorado de su propia imagen no era propiamente una Selfie, esa instantánea última imagen tiene el tono petulante de la vanidad y la complacencia ególatra que define al personaje de la mitología griega, y que muestra esa clase de fotografía de la que voy a ocuparme en estas líneas.

Según Wikipedia, la Selfie como tal (autofoto) nació cuando un señor, innovador del daguerrotipo llamado Robert Cornelius, decidió que no había paisaje más interesante para documentar que su propio rostro de finos rasgos holandeses, ello ocurrió en una tarde gris del año 1839, luego de que Cornelius dejara en manos de su esposa los cuidados de sus ocho hijos y se dispusiera a investigar en su laboratorio un poco más sobre ese reciente descubrimiento que era la fotografía.

Aparentemente, en un intermezzo de sus investigaciones, le surgió la idea innovadora de tomarse una fotografía él mismo.

Por otra parte, hay en la historia del arte innúmeros ejemplos de Selfies anteriores a la era de la fotografía. Uno de ellos, en el universo pictórico, es el autorretrato, que tanto cultivaron Rembrandt, Vincent Van Gogh, Durero o el genial Diego Velázquez.

Pero volvamos por ahora a mediados del siglo XIX, cuando Cornelius se sacaba una foto. Nacía entonces la autofoto casi al mismo tiempo que había nacido la fotografía. En el reverso de esa fotografía puede leerse “The first light picture even taken” -La primera fotografía jamás tomada- y Cornelius aparece enmarcado en bordes irregulares, serio, un tanto velado por la técnica aún precaria y en incipiente desarrollo. Su mirada no apunta directamente a la cámara, sino quizás al espejo con el que capturó su reflejo e intuyó el ángulo correcto. En ese sentido no es una Selfie, tal como la conocemos hoy, sino más bien lo que se puede denominar como un “autorretrato realizado con una técnica no pictórica”.

Robert Cornelius, inventor, fotógrafo, se registraba a él mismo en un dispositivo que sirve para captar una parte de la realidad y recuperar algo de ella luego en el tiempo. Aunque sabemos que nada se recupera en el tiempo. Pero no nos pongamos metafísicos muy de golpe, vamos por partes.

Mediante los sentidos percibimos parte del mundo, o para decirlo de modo más kantiano: con los datos sensibles que la experiencia nos aporta ordenamos por medio del Entendimiento, configuramos la experiencia. En ese intento de abrazar el mundo, en ese intento de aprehenderlo, de entenderlo, juega un papel importante la visión, puesto que es el más complejo de los sentidos y el que más información aporta a nuestras circunvoluciones cerebrales. Al menos desde que humanos somos, ya que sentidos como el oído o el olfato son evolutivamente anteriores y posiblemente encierren complejidades similares a las de la visión.

Lo cierto es que la visión es importantísima a la hora de conocer el mundo, de recordarlo, de reflejarlo y también de comunicarlo. La visión resulta así, importante también a la hora de compartir las experiencias que tenemos del mundo. Para enunciar este sesgo gnoseológico en este asunto de modo más simple podemos decir: con nuestros ojos y cerebros vemos el mundo fenoménico, el mundo aparente, y con los mismos órganos lo recibimos de quien nos comparte su experiencia de ese mundo. En ese sentido la fotografía nos permite recordar esas visiones, revivirlas en un segundo momento y en un segundo plano ontológico, o en un segundo plano de la existencia.

Ahí (¿afuera?) está toda la belleza o todo lo terrible de la Naturaleza, de la Physis griega, del Cosmos. Aquí (¿dentro?) nosotros los humanos con nuestra tecnología y nuestros cerebros que tratan incondicionalmente de avanzar, en el mejor de los casos, en un sentido de progreso (¿Progreso hacia dónde?) o de justificación del pasado. Pues casi todos nuestros actos van en una dirección o intentan justificar otros actos pasados, porque bien sabemos que a los hombres no nos gusta cometer errores, y que sale más fácilmente de nuestras conductas la justificación de un equívoco que su reconocimiento.

Pues bien, aquí nosotros los humanos con nuestra tecnología buscamos hacer algo con el mundo, que por cierto también es en cierto sentido, crecientemente tecnológico. Y así es que mediante la fotografía, la técnica de la que se ha provisto la humanidad para registrar y atesorar fragmentos instantáneos de la Realidad, de la misteriosa Realidad, no se nos ocurre mejor idea que compartir ese objeto cuasi simétrico y cuasi ovalado que vemos en el espejo cuando nos despertamos: nuestros sonrientes y bobos semblantes, nuestros peculiares rostros que miran aquello cuya función más prometedora es conocer el mundo, esto es, el objetivo de la cámara, y detrás del cual están los ojos de quien mira la selfie.

Pues eso es la Selfie, una evasión de una oportunidad más de acercar la belleza hacia el sujeto de conocimiento. Aunque en casos como los de Karina Jelinek o Candice Swanepoel, la belleza sí se manifiesta y no hay tal derroche de oportunidad.

Pero no todo es desafortunado en este fenómeno del narcisismo vacuo, un tanto simpático y gracioso, que es la fotografía Selfie. También se han registrado casos como los de la jovencita Anna Ursu, en Rumania, que se trepó a un tren y quiso sacarse una selfie original, de modo tan elástico y acrobático que con su pierna rozó el cable con 27.000 voltios que la convirtió inmediatamente en calcinada demora para el resto del pasaje. A propósito de aquel caso, cierto pensador de confitería imaginó que la sonrisa de la jovencita quedó plasmada en ese último y terrible instante, mas la cámara no pudo recuperarla.

Otro caso oscuramente risueño es el de un matrimonio en El Cabo da Roca, situado en la costa de Sintra, a unos 30 kilómetros de Lisboa, que traspasó una barrera en un acantilado de 80 metros de profundidad para sacarse una selfie y cayó al vacío. Es lo que se podría denominar, el intento más estúpido por tomarse una selfie.

También podríamos analizar el fenómeno Selfie desde otro punto de vista, desde, digamos una perpectiva psicológica enfocada desde una óptica lacaniana. Así, el fenómeno Selfie es una manifestación cultural de lo que se da en llamar Pulsión escópica, (El adjetivo escópico es un cultismo formado sobre la raíz griega skóp -que significa ‘mirar’) según la cual la mirada y el afán de ser mirado son movimientos de un mismo Deseo. La posición del sujeto cambia, pero el deseo sigue siendo el mismo.

El profesor Germán L. García, en su libro “Cuerpo, mirada y muerte” lo dice del siguiente modo refiriéndose al mundo de la moda: “No, indudablemente no se puede reducir la moda al problema de la mirada. Pero la perspectiva psicoanalítica va muy lejos en este terreno y tiene algo que decir acerca del asunto. La «pulsión escópica», el deseo de mirar, se dirige primero al cuerpo propio. Es la historia de Narciso, de la que Freud hizo una metáfora de esta fascinación. Luego, se dirige al cuerpo propio, para retornar bajo el deseo de ser mirado. Es decir, que mirar y ser mirado son dos movimientos del mismo deseo. La posición del sujeto cambia, pero el deseo sigue siendo el mismo. Comerse con los ojos el cuerpo del otro, ser comido por la mirada de otro.”

Bajo este paradigma, lo que mueve al sujeto a extender el brazo -o ese teratológico instrumento llamado 'palo de selfie'- y tomar esa clase de fotografía, es el mismo deseo que mueve a mirar. Y en este sentido se puede afirmar que el origen psicológico de la foto Selfie es el mismo que el de mirar una foto. Así, el sujeto busca satisfacer, en cualquiera de esos dos movimientos, el mismo deseo: la pulsión escópica.

O quizás el responsable de este fenómeno social, cultural, mediático, que es la reproducción ad infinitum de fotografías Selfies, sea simplemente ese monstruo del cálculo, de la lógica y del pensamiento: el Infinito. Justamente aquel Infinito al que se refiere el músico Will Holland (Quantic) en su canción Infinite Regression.

Aquí está la pintura de un paisaje.

Pero el artista que pintó ese cuadro dice,

- Algo falta. ¿Qué es? Eso que falta soy yo,

que era una parte del paisaje que pinté.

Así que mentalmente da un paso atrás

- O retrocede y pinta ...

Un cuadro de la pintura del artista

pintando una imagen del paisaje.

Y todavía falta algo.

Y ese algo es todavía su verdadero yo

la pintura de la segunda imagen.

Entonces el Regresa una vez más

y pinta una tercera pintura

Un cuadro de la pintura del artista

pintando la imagen de la pintura

del artista pintando la imagen del paisaje.

Y porque algo que todavía falta,

pinta una cuarta y una quinta pintura

Hasta que hay una imagen de el artista

pintando un cuadro del artista

pintando un cuadro del artista

pintando un cuadro del artista

pintando el paisaje.

Así es esta regresión infinita

Es El momento en que nuestro artista,

al haber retrocedido hasta el punto de infinito,

a sí mismo se convierte en una parte de la imagen

que ha pintado y es a la vez el observador y lo observado.


De ese modo hubo que recorrer una regresión infinita para que el observador se encuentre con lo observado. Lo cual, obviamente no puede suceder dado el carácter elusivo de lo infinito. Pero queda el intento por llegar, porque lo observado pueda ser el mismo observador. Este argumento también se enuncia de modo más simple: 'el ojo que ve no puede verse a sí mismo.'

Finalmente me salgo de esta nota por el lado del final, tratando de no hacer ruido ni de aparecer, no quiera la suerte que esta nota contenga algo de 'selfie' y que aparezca en alguno de sus rincones la mirada estupefacta de un servidor.


@Cesario

Quantic - Infinite Regression

Comentarios